miércoles, 12 de enero de 2011

IMAGENES / CONTRAIMAGENES

Es la visión un poco vagabunda, como desde lejos, de follajes en sus verdes innumerables mecidos por la brisa fresca que aparece y desaparece urgida por la nitidez inequívoca del estío en sus primeros días. Es el clavecín insistiendo en el barroco vertiginoso de la sonata en Sol K 455 de Domenico Scarlatti, ágil, escalando, desperdigando, chispeando, salpicando, insistiendo incansable en convertir la tarde y sus soles cribados por el ramaje en un salón de gobelinos y cristalerías versallescas con los destellos de la alta lámpara colgante danzando en los caobas y bronces bruñidos. Es la tierra pura, tierra y piedras en una geología cercana y maternal, con sus guijarros, sus arcillas, sus cantos rodados y sus granitos enterrados o entierrados, bajo las frescas sombras de la tarde que generan paisajes y parajes de un pequeño continente con sus cordilleras, sus junglas, sus bosques y praderas, con sus paraísos de geranios, con sus cráteres apagados, con sus desiertos y sus despeñaderos. Es el muro de ladrillos rojos que separa como una frontera infranqueable la quietud vegetal de pájaros e insectos del tumulto de una ciudad carcomida por apuros inútiles, por negaciones del ocio, por estridencias desproporcionadas, por el mero desacato de la grata contemplación. Es entre estos muros donde la concavidad del tiempo declara la perfecta armonía de cada cosa con el todo, la conexión simétrica de la humildad silenciosa de aquel trébol efímero con la soberbia inconmensurable y eterna de lejanas galaxias. Bona Terra, Bona Gens, Clarum Coelum, Aqua Clara. Alguien mira, observa con ojos de guirnaldas verdes brillantes el estropicio de arpegios azucarados que se vierten con real parsimonia sobre nácares, madreperlas y corales azules, hundidos, sumergidos en la aguas monzónicas saturadas de tegumentos, de ocelos, de branquias insectívoras, de esas sales hidropónicas que contienen la luz apaciguadora de los amaneceres invadidos de gaviotas y tucanes con el mar reverberando desde el horizonte mañanero hasta el cenit borboteante donde deliran las creolinas con sabor de granadina en su color destrozado. Contenciones geométricas, artilugios de magia negra, territorios craquelados por la siembra, la cosecha y el rozar con fuego que purifica y ceniza. Mapas hidrográficos de dunas, de medanos, de serranías marinas abisales, yermas, donde los cangrejos mastican larvas de saurios extinguidos, perlas de collares de damas ahogadas en el suicidio de las naos engalanadas con guirnaldas verdes brillantes como los ojos de quien mira, de aquel que observa los arpegios ya disueltos en las salmueras donde pululan los corales casi azules, las madreperlas iridiscentes y los nácares sedosos que poseen el esplendor de las aguas devoradoras de insectos. La salinidad luminosa del revoloteo de aves de mar contra el pálido sol inicial que se eleva lentamente para alcanzar los delirios burbujeantes de sustancias etéreas en sus trizadas policromías que en su bóveda incluyen los parajes escaqueados que fueron granos de mágicas espigas y hoy son tibias arcillas grises aventadas por los mórbidos alisios. Ilación absoluta de grietas y desfiladeros en una fractalidad sin tiempo. Pasto tierno a la sombra y agua mansa.

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