lunes, 15 de junio de 2009

APUNTES CREPUSCULARES


El sol era una esfera inmensa, perfecta y pura detrás de la intrincada trama de la silueta de un ramaje deshojado. Las calles tenían esa quieta luz mortecina de las joyas antiguas, las pocas personas que vi no tenían rostro o este apenas se desdibujaba en la opacidad del crepúsculo por consumar. Aquella circunferencia roja, imponente, agonizaba quieta mientras su borde fluctuaba en medio del estallido de ese su propio rojizo inquietante. Las lentas naos del ocaso iniciaban cansadas su última navegación en silencio. Con el alto velamen tremolante torcían su rumbo hacia la noche siguiendo un oriente equivocado. Perros color violeta rastreaban los pasos en las largas calles solitarias, aullando contra un azul que se oscurece escurriendo entre una secuencia de matices furiosos; un instante verdiazul que no cuaja se hunde sin dejar huella ni eco porque la verde intensidad de otro oleaje siniestro se despliega socavando el horizonte, luego hay un reverbero dorado verdoso buscando, sin llegar a consumarse, el amarillo final de un estremecimiento oceánico. Anaranjados peces incandescentes surgen de la espuma sobre un ancho mar ensangrentado. Se apagan las llamas crepusculares enrojecidas de muerte, huyen los rojos hacia el púrpura lejano. De vuelta ya el sol había desaparecido en su naufragio cotidiano, pero la llamarada feroz de su ocaso aun permanecía allá lejos contra un horizonte pervertido por las techumbres, los postes y el enmarañado pentagrama de cables negros que seguían con mansedumbre la inevitable catenaria gravitatoria. El poniente era un cielo sucio, de una tonalidad perversa del índigo. Un raro silencio, más bien ruidos acolchados por un aire denso, detenido, abarcaba la amplia cúpula de cielo. Cuando volví a mirar, el poniente era un pequeño y leve resplandor de un amarillo pálido, pringado, ambiguo. Las aceras habían recuperado las basuras y la fealdad irreverente de las gentes. El austero plenilunio, allá atrás, iniciaba lentamente su fría fiesta nocturna.

INSULA BRIOFITICA

Un disco solar, distinto, un tanto oblongo, girando sobre su eje menor se desplaza en el tibio cielo café amarillento, cercano al dorado del oro antiguo, que cada cierto intervalo destella aquí, allá y acullá en relámpagos de intenso violeta. Es un sol frío, azulino, y más pequeño que nuestra Luna. El mar quieto como un espejo de azogue carcomido por minúsculos hongos mercuriales lo reflejan con la extraña perfección de una litografía. La isla asoma iridiscente, esmeralda convexa de infinitas caras, por sobre la superficie muerta. Está cubierta por una espesa jungla de musgos inmensos que a la distancia semejan altos sequoias o gordos baobabs, palmas como lechugas elefantiásicas y abusivas algas telarañicas. Extrañamente todas las plantas, sin importar tamaño o morfología tienen exactamente la misma tonalidad verde esmeralda cercana al Chartreuse. La topografía es monótona, de una convexidad simétrica respecto a un eje central, mismo donde crece el musgo de mayor altura, el Arcangelis nonatus, irrisoria variedad acromegálica del Ceratodon purpureus. Ha enraizado a la salida de una vertiente termal de aguas carbonatadas, lechosas y burbujeantes. Esas aguas malsanas son el único abrevadero de toda la isla. Allí deben ir a saciar su sed los leones y dragones, únicos habitantes de la ínsula Sharión. Como era de esperarse, los dragones son herbívoros, musguívoros sensu strictissimo, y los leones carnívoros, dragonívoros stricto sensu. Estos felinos ominosos son una rama bastarda del león de Abisinia, de cuerpo más robusto y pelaje mas intenso en el típico matiz del ocre abisinio. Los dragones, Drakus sharioniis, es sabido son descendientes terrestres del celacanto de Sulawesi. Sucede que los grandes dragones cuando satisfacen su sed en la borboteante vertiente, sus escamas van tomando una tonalidad ambarina, translucida, que a los dos o tres días ya está convertida en una transparencia perlada tirando a iridiscente. Entonces a través de su escamaje se observaban sus vísceras, su osatura, sus músculos y las finas ramificaciones de su sistema linfático, como un amasijo sanguinolento de amarilla sangre en una alargada botella de vidrio incoloro. Turbador espectáculo es ver estos geles vivos y pifiantes bajo los destellos violeta de los periódicos relámpagos de ese intenso violeta que iluminan la isla. No sucede lo mismo con los leones que se van poniendo de un patético color blancuzco, hasta llegar a verse indigentes, canosos, como sucios albinos. En Sharión no hay silenciosos y poéticos crepúsculos, pues antes ocultarse el sol azulino por el horizonte marino, por ese oriente perfectamente horizontal, sin la curvatura esperada, ya asoman entre las alegres tonalidades amarillo verdoso las bandadas de pájaros blanquinegros. Aparecen vertiginosos desde el punto de fuga por donde ese sol madruga. Su ensordecedora algarabía de incansables y muy desagradables craqueos y chillidos, ya sean machos o hembras, suele durar hasta más allá de la medianoche. Son los carroñeros, que limpian con minuciosidad de relojero la isla día a día, mondando los restos cartilaginosos de los dragones atrapados y los canos cadáveres hinchados de los leones que se van muriendo de viejos. No es raro que sus últimos ecos alcancen la mortecina luminiscencia azulina del alba.

FANFARRIA TAURINA

A Don Francisco Antonio Ruiz Caballero, con respeto.

Chirrea el solazo sobre los tendidos del coso de la Real Maestranza de Sevilla, la arena quieta fermenta en la espera de la sangre fresca de bestias y maestros. Las setenta farolas de hierro soportan impasibles la bullanguería irrespetuosa de la afición mientras en allá abajo los diestros rezan a la Macarena para que no sea su sangre la que adorne con rojos geranios el hambriento arenal. El cartel es vanidoso en nombres y glorias sus tres espadas; el valenciano Juan Serrano Pineda “Finito de Córdova”, y los sevillanos Francisco de Caballero, “Francisquete”, y Antonio Ruiz, “El Jodido” se repartirán en suertes toros de Jandilla y del Excmo. Sr. Conde de la Maza con lleno de "no hay billetes".

De los chiqueros sale asustado un toro verde, el primero de la tarde, con dos puntas descomunales, dibujando con su sombra delicados lirios mortales, es violento, salvaje y fiero, pero verde. Coqueto en su brillo de esmeralda sobre trigales. Y Finito no tuvo toro en su primero que abrió plaza, animal que viajaba ya al paso en el capote, que no admitió nada más que dos picotazos en el caballo y que se fue a la arena con nada que se le obligó algo en banderillas, nada de nada. El torero no pasó de las probaturas, aunque no había para más. Incluso antes de cuadrarlo para entrarle a matar claudicó el jandilla, sin casta ni fuerza. Y de la quieta mata verde como loro, salieron los crespones de sangre roja, mustia miasma sobre la valiente arena.

De toriles sale mugiendo su furia el segundo tauro inclemente. Es rojo el toro, en púrpura teñido, fiero, iracundo, con sus dos amigos tremebundos llenos de antojos. Sus negros ojos contrastaban con su rojo púrpura inmundo, un ascua la plaza y un ascua el mundo, y era de zarza roja, rojo manojo. El torero brillaba de azul rabioso como un ángel precioso, y la apuntó en su primero, animal que no remataba el viaje, al que le faltaba un tranco, de recorrido escaso, pero al que acertó a dejarle la muleta puesta para tirar de él con suavidad. No pasó de correcto el hombre, al que le faltó también cruzarse más, pero la pulcritud con la derecha en series cortas y la gracia en lo accesorio fue bastante para recoger una ovación. Y acertó con la espada muerte segura. Y al traspasar la carne la dura espada surgió sangre violenta, sangre morada, más púrpura que la esencia de su pintura. Y florecieron rojos claveles como violentos volcanes crueles.

El que no tuvo toro alguno fue El Jodido. Se le vino de adentro un toro azul celeste, rabioso salió al ruedo con sus dos cuernos malvados, víboras iracundas, fieras, agrestes, fino marfil sobre ese tonito celeste. Mas que terráqueo el toro era un alíen extraterrestre. Lueguito comenzó a pararse en banderillas y acabó tumbado al llegar a la muleta, tanto que hubo que apuntillarlo antes de su hora, sin que tan siquiera cogiera la espada el burlado matador de turno. Y brota entonces la sangre como la tinta, y púrpura sobre azules, en el ruedo se posa una mariposa morada.

El cuarto, segundo de Finito, fue un raro toro amarillo limón, musculoso canario, que si al inicio causo risas mostró en la faena un tanto de raza y casta yendo con cierta nobleza al engaño. Al menos se movió. No llevaba dentro nada del otro mundo, pero pasaba queriendo apuntar algo bueno. Esta circunstancia y que Finito estuvo delante sin terminar de convencerse terminaron por poner al público de parte del animal. No era para tanto, pero el torero puso lo suyo para que el tendido se decantase por el toro. Despegado al manejar la izquierda, por el derecho estuvo entre desordenado y un punto acelerado, en definitiva, sin centrarse, sin terminar de meterse para ayudarle a desarrollar. Así que desde arriba se vio más toro que torero, que no convenció a nadie. De bueno lo salvaron los pañuelos, o de tan bonito que era, porque los tendidos de sol y a más los de sombra no quisieron carmines manantiales para el toro limonero. Y sin cruel delito se guardaron los filos del acero.

Y vino el aquelarre cuando el torilero abre el portón del quinto de la tarde y sale pintado con pintauñas un fiero toro rosa, cancerbero lascivo de los infiernos que nunca vieron rosa ni torearon. En el saludo, hubo pinceladas con el capote marca de la casa, dos verónicas de sabor francisquista y en el quite, una media con mucha tela arrastrada y de exquisita interpretación. Ya con la muleta, con el toro embistiendo tambaleante aunque con voluntad de seguir el engaño, a pesar también de dar signos de mansedumbre, el torero se cruzó, lo obligó y le aguantó sus parones mostrándose, por momentos, arrogante. Y entre tanto, el animal cada vez más rajado, haciendo juego con el rosa malvado, aprovechó el hombre los viajes con cierto gusto, aunque contando siempre más la actitud que las artes prístinas del toreo. Pero su plaza lo celebró mucho, y como era rosado no daba miedo, el torero se le fue arrimando, y mas aplaude el ruedo, y confiado el héroe de pronto tiene una de las espinas de la rosa clavada en pecho, y un perfume a muerte fucsia de golpe viene de las luces del traje trágico del torpe matador. Bebió entonces la arena esa sangre dulce con la venia de la Macarena.

Y en la ultima de la tarde salió sobre al albero fiero y dorado el sexto toro, en su dura testa dos traicioneros mambas enloquecidos también de oro pintados. Parecía colega fiero del león y del tigre ilimitado, pero fue distraído y soso nada más salir al ruedo, además se rajó pronto. Curioso que lo brindara El Jodido y que planteara faena en los medios. El animal, manso, no quería nada, pero mucho menos allí, así es que buscó las tablas con la prisa prostibularia del cobarde. Era la plaza un ascua de cristal puro, todo brillaba limpio, hasta lo obscuro en que la sombra al toro desmerecía. Y al clavarle la espada púrpura horrible brotó sobre el dorado inmarcesible como una flor granate, caliente y fría. En la arena, dorado sobre dorado, un malum granatum encontró la primavera.

Raya para la suma; siempre es un tópico decir que algún torero le ha tocado el peor lote. Pero que hoy ha sido cierto y descarado. Corrida, mal presentada por desigual, con algunos ejemplares feos de hechuras y tipo, pero todos, eso sí, harto colorinches. Así que en este contexto, la muerte de Francisquete por el quinto fue argumento suficiente para el aplauso final poco alargado, un homenaje de poco peso para el que también contó el calor de sus paisanos. El resto, vacío. La corrida de ayer en Sevilla no dejó poso alguno. Y no lo hizo fundamentalmente por los toros. El encierro de Jandilla y del Conde de la Maza, sencillamente, no funcionó. Toros en el límite, y menos, de la casta y de las fuerzas, y así, unas veces parados y otras cayéndose, incluso rozando el escándalo, y mejor no hablar la charrería brutal de los colores.

Nota.- En toriles se quedó pezuñeando un sobrero de plata. Con la luna en su pelo y brillo de acero. Relucía plateada la res viciosa esperando en vano conocer en la espada la honrosa muerte, para que al darle la estocada la blanca plata se empurpurará lasciva en sus hondas escarlatas.

Fuentes bibliograficas.

i.- Obras de Francisco Antonio Ruiz Caballero:

Tauromaquia para un Toro Verde.

Tauromaquia para un Toro Rojo.

Tauromaquia para un Toro Azul.

Tauromaquia para un Toro Amarillo Limón.

Tauromaquia para un Toro Rosa.

Tauromaquia para un Becerro de Oro.

Tauromaquia para un Toro de Plata.

ii.- http://www.diariocordoba.com/noticias/noticia.asp?pkid=478899

ORGIASTICA PARAMECICA

Todo sucede en la tenebrosa opacidad del extremo mas profundo de un charco de quieto fondo arcilloso, hay algas de largos cabellos que como lamas clorofílicas filtran la luz solar dando un ámbito surrealista a la mínima cuenca. Es un breve mar de los sargazos de aguas de transparencia bohemia enjoyada por acuciosos y diversos matices del verde. Son los primeros días de una tibia primavera y la poza es un vestigio perdido de la ultima lluvia. En sus bordes flotan pequeños restos vegetales digeridos, provenientes de bostas frescas de los bravos miuras que pastan en las cercanías. Siluetas transparentes de contornos ciliados, vivas elipsoides alargadas y un tanto asimétricas se deslizan en caóticas trayectorias, ángeles casi invisibles, móviles transparencias inmersas en la quieta transparencia del agua mansa. Gradualmente comienzan a reunirse bajo el influjo de un misterioso atractor extraño, primero es un cúmulo de diez o quince, después un granulo vivo de decenas de puntos traslúcidos, luego un cardumen de centenas y centenas, quizás miles, como una esfera de limites difusos, variables, que laten sinuosos siguiendo una geometría atrabiliaria. De súbito un estremecimiento contrae la esfera y la vuelve a expandir en un destello fugaz de instintos desatados, y movida por esas contracciones la esfera rueda silenciosa en el espacio acuoso hasta enredarse en las lamas verdeantes. Ahí, en ese rincón del charco musgoso se inicia entonces una bacanal ilimitada, miles de paramecios se entregan a sus instintos reproductores, no hay placer en sus arrebatos licenciosos, solo la lucha primitiva por dejar sus huellas genéticas en las generaciones venideras. Minúsculas masas vivas de unas pocas centésimas de milímetro enloquecidas en un paroxismo de variaciones kamasutricas. En medio de la algarabía multitudinaria solitarios onanistas se autoprovocan las mitosis micronucleares para luego bipartirse en clones de si mismos. Más allá impúdicas parejas nadando apaciblemente mientras se conjugan intercambiando materiales de sus micronúcleos a la vista de todos, se han convertido en groseras masas pegajosas para adherirse uno a otro por sus superficies orales y abotonándose en un erótico beso protoplasmático. Otros en sutil autogamia fusionan sus propios micronúcleos, bisexuales hermafroditas asexuados en un rito parecido a la conjugación pero que ocurre dentro de un solo individuo. Por ultimo, escasos paramecios, los mas anormales, ínclitos masturbadores degenerados se entregan con depravada urgencia a la hemexis, en la que solo el macronúcleo se divide, o a la viciosa citogamia, esa inútil conjugación sodomitica sin intercambio mutuo de pronúcleos. La bola fluctuante como un mondo radiolario sin espinas se mantiene a medias aguas, atrapada por las delicadas algas, entre los verdes fulgores de sus látigos clorofílicos. Pequeñísimos animálculos se desprenden del globo orgiástico, son paramecios hijos, aun vírgenes, que abandonan el cardumen para escapar de las violaciones, estupros y desfloraciones que les promete la excitada miríada de padres, tíos, parientes y desconocidos que ya no respetan edades ni filiaciones. La orgía no mengua su ritmo, por lo que la horda de paramecios ebrios de reproducción no se dan cuenta que la pequeña ciénaga es ya una mancha miserable, una membrana lisa sobre el fondo arcilloso donde el redondo granulo paramécico esta a pronto de asomarse al aire reseco y mortal. Y es que arriba, fuera del charco, el impenitente sol del mediodía rápidamente ha ido evaporando esa poca agua, la poza es ahora casi una impalpable laminilla de humedad soportada apenas por las fuerzas intermoleculares de la interfase agua-aire. La desenfreno lascivo se detiene bruscamente, sienten que han cruzado el umbral que desemboca en la muerte, los miles de paramecios saciados y exhaustos comienzan urgidos del delirio de sobrevivencia a rodearse de una capa protectora contra la horrorosa desecación, no todos lo logran y cristalizan en infinitesimales vidrios inertes, mientras los victoriosos se convierten en quistes, breves momias granulares que le mantendrán así en un estado de letargo durante el tiempo necesario para que vuelvan las alegres charcas, esos talamos de muchedumbres donde abundará otra vez el sexo incontinente, pero como siempre sin una pizca de libidinoso placer. Vale.

MICRONIRIA

Inmensos radiolarios giran lentamente como inverosímiles soles silicios, iridiscentes y translucidos ocupando el espacio con imponente mansedumbre paquidérmica, esferas perforadas vestidas de finas agujas venenosas, o barrocas coronas de los zares de todas las Rusias, de emperatrices silenciosas, de meretrices multicolores e impúdicas de carnavales en el Rivus Altus. Otros son retruécanos topológicos semejantes a cráneos de reptiles neocomianos, blanco ahuesado con incrustaciones amarillas o rojo ladrillo, hay estrellas pentasimétricas, cruces bizantinas, triángulos inflamados, hinchados a punto de reventar, dagas florentinas, campanillas renacentistas, agujereados tambores vaticanos y oníricas lámparas colgantes, mínimas joyas imaginadas por un orfebre desquiciado, toda una cristalería surrealista que rompe la realidad con sus truculencias insensatas. Giran lánguidos y perfectos en la tibia sopa verdosa, en esa densidad orgánica que se abre y cierra flameando a su alrededor, acariciándolos con la amorosa delicadeza de una madre alienígena. Una bandada de blanduzcos paramecios cruza entre ellos moviendo sus miríadas de cilios, abriendo y contrayendo sus vacuolas como microvaginas en celo, elipses, sandalias, gordas serpientes evanescentes que se retuercen escabulléndose entre la joyería de diamantes carcomidos, evitando las afiladas agujas ponzoñosas. Rápidamente desaparecen en la opacidad verdusca de la suave jalea viva. Los radiolarios inmutables giran sin cambiar ni un ápice sus misteriosas orbitas o sus adormecidas rotaciones. Abajo, la lisa superficie es una arenilla de conchas intraectoplásmicas de foraminíferos arbitrarios, complejas flores quitinosas, cornos retorcidos, amonites de bisutería turca, caracoles involucionados como monstruos prodigiosos, que yacen fosilizados durmiendo en su nacarado muerto, como premonición inevitable de lo que un día serán aquellos soberbios radiolarios que rotan allá arriba, a medias aguas, dejando caer insensibles sus excrementos sobre el quieto cementerio calcáreo. Hay un eco de apagados cloqueos y un siseo acuoso que se acerca en la brumosa verdosidad, y de pronto el espacio entrerradiolarico se llena de cristalinas diatomeas, con sus bellos y ornamentados frustulos de dióxido de silicio hidratado titilando en sus transparencias fantasmagóricas. Las valvas asimétricas se abren y cierran expulsando un líquido mefítico que disuelve las puntas de las agujas de los radiolarios. Poseen exactas geometrías radiales o bilaterales, y en ellas la perfección minuciosa de los exquisitos arabescos de los sutiles enrejados de la Alhambra. El enjambre como una nube de langostas avanza rápido e implacable, disolviendo, chocando, rompiendo todo lo que encuentran a su vertiginoso paso. Dejan una estela de fragmentos de radiolarios cayendo hacia las profundidades y desaparecen hacia la glauca penumbra. Un sabor a deliciosos nutrientes se difunde por la verde sopa primigenia, sangran las resplandecientes criaturas, las linfas de esos inverosímiles soles silicios, iridiscentes y translucidos, se esparce como un suculento perfume. Vuelven los paramecios como hienas hambrientas, precipitándose sobre los tristes radiolarios heridos, que con sus espinas romas e inútiles y sus esqueletos de vidrio abiertos a la rapacidad de los depredadores, son ahora solo hermosas victimas indefensas. Los ingerieren por sus surcos y cavidades bucales, los llevan por los babeantes citostomas hasta las citofaringes, allí los envuelven en horrorosas membranas que se invaginan fundiendo sus bordes, formando vacuolas alimenticias donde la nutritiva victima es digerida y absorbida hacia el citoplasma, así hasta llegar al citopigo, donde las membrana se fusiona con la membrana celular y expulsan los tintineantes desechos. Al cabo de un corto tiempo en la tibia sopa verdosa primigenia, en ese denso caldo orgánico solo quedan abotagados paramecios, desplazándose lentamente, como musgosas suelas de zapatillas arrastradas por invisibles corrientes. Vale.