domingo, 27 de abril de 2014

OTOÑAL


Entro en el otoño cabizbajo, como siempre melancólico, entro en sus laberintos de nostalgias humedecidas por la fina garúa a recuperar involuntario como cada año las hojas secas que inundan la memoria con sus variaciones sobre los amarillos, sus verdes desolados, sus ocres matizados y sus rojos exultantes. Recupero aquí y allá restos de olvidos impensados, pedazos de mustios recuerdos enterrados como semillas durmientes en mala tierra, breves detalles de un rostro que quizá no fueron, un giro distinto en el verbo de esa boca besada tantas veces o el cercano reflejo de mi cara en unos ojos que la memoria inunda de nombres o lugares o fechas. Es la tarde apacible de un abril en quietud diversa la que me disgrega como arena en el pasado, en sus turbulencias y sus estragos, en el amor extendido, bruma, humo, sobre la perfecta intimidad de los parques, en el vértice marino del rompeolas y en un silencio de pájaros ateridos. Entra el otoño con su marea de nubes y ventoleras, se llega arrastrando los restos de todos los naufragios, malamores, desengaños, fugas cobardes y miedos a rendirse a la obviedad del cariño que me entregaban equivocadas aquellas que hoy son lejanas cenizas. De oscuros crepúsculos se va haciendo la noche, gira sin estrellas un cielo anegado, las negras siluetas de los árboles deshojados asolan las calles buscándome en un brevísimo arrebol descolorido que define allá por el poniente un resplandor apagado por donde irá a verterse el tardío nocturno del sombrío ermitaño. Hay una espera larga de lluvia que no llega, el crujido de los pasos que no di sobre las hojas quebradizas dejan un eco reverberando entre las penas y los preludios de la tristeza. Acometen tarderas las evocaciones de pasados posibles, y me dejan pensando que sí lo fueron y ahora suceden en realidades paralelas generando otras resonancias que ya irán a ser recuerdos en esta vaguedad taciturna que va del estío al invierno. Un olor a sosiego escurre por las calles solitarias dejando encendidos los faroles y cerrados los ventanales, las piedras se van apagando en la sinuosidad cotidiana del otra vez otoño; la gloria de su hojarasca y sus lloviznas, las uvas doradas de los pámpanos en el parrón de la infancia, los rastrojos del manzanar al otro lado de los canales y las zarzamoras con sus moras indecisas aún entre el negro dulce y el ácido rojo, el ciruelo jugando a ser todo el otoño del patio. Vale.

viernes, 18 de abril de 2014

LUTO EN LAS MAGIAS DE LAS PALABRAS


Se enlutan los castaños que lloran ya la lluvia triste de Macondo, te acordarás Aureliano cuando comenzamos a ver las piedras como huevos prehistóricos y éramos jóvenes allá en la esquina del barrio aprendiendo de nuevo a leer en cien años con la soledad de un mundo que no entendíamos y fuimos inducidos por ese colombiano mágico a los pecados de la literatura de los asombros y las maravillas liberada hasta el final de los tiempos de las arcaicas y siúticas petulancias de los godos, y cada uno era un Aureliano o un José Arcadio y todos nos soñábamos enamorados de Amaranta con su mano vendada o los más románticos de Remedios la Bella y terminábamos muertos de desengaño por Manuela Sánchez de mi perdición para siempre. Se nos fue el Tata Grande, el maestro desaforado que arrasaba con su verbo en esplendor florecido allá en las ciénagas por el otro lado de Riohacha, el reinventor de la América mustia de los guajiros y las damas coloniales, de los ojos de perro azul y del mal amor en los años de la peste. Se nos fueron con Él las putas tristes y la cándida Eréndira, el ángel viejo atrapado en el barrial del gallinero y el patriarca más solitario que el primer muerto, se llevó volando sobre las casa de barro y cañabrava al coronel esperando y se quedó para siempre jamás Isabel viendo llover como siempre llueve en septiembre Gerineldo no seas pendejo. Y fue ayer su partida no anunciada, para que hoy viernes santo los gallinazos se metan por los balcones de la casa y remuevan con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada de la resurrección despertemos del letargo de la pena con una tibia y tierna brisa de muerto grande de comprobada grandeza. Dejó la vara alta muy alta, pero la puerta cancel abierta al plagio de las casas y los espíritus, y deberemos en su honor y su gloria reescribir una y otra vez con las mismas palabras la hojarasca en mala hora, las crónicas del rastro de tu sangre en la nieve, o las diatribas contra los hombres sentados que se alquilan para soñar sin vivir para contarla, porque no venía a decir un discurso sino a vagar por los diccionarios maternos y las enciclopedias caseras como un náufrago en su laberinto. Recordarás Aureliano con esta misma tristeza que en su verbo babilónico conocimos el hielo, esperamos la muerte frente al pelotón de fusilamiento y desciframos los textos donde todo lo escrito es irrepetible desde siempre y para siempre porque los soñadores condenados a treinta y seis mil quinientos días de soledad no tenemos, lo sabemos por Él, otra oportunidad sobre la tierra. Vale.