A Edmea Tetua
Donde el púrpura se desvencija en sus
horizontes de torreones derruidos y altos peñascos roídos por los vientos de
los últimos atardeceres, en esas fúnebres oquedades de los acantilados que dan
a los mares del destierro, a las oceánicas corrientes que trasiegan los peces a
sus clandestinos desoves nocturnos entre las algas de los sargazos. Las albas
de transparentes medusas y lentos celacantos, el equinoccio socavado por los
bosques incendiados y los aullidos de los perros hambrientos, la soledad color
malva, el salobre sabor del agua de los charcos donde los rinocerontes extinguidos
beben las lunas temblorosas, el espejismo y el sosiego, la turbulencia que
detenta los zafiros de la madrugada que se esparcen entre brumas y pájaros
extraviados. Los molinos que trituran las horas más lúcidas, el pergamino que
va escribiendo en tinta roja sangrienta los avatares de los vagabundos, los
insanos y los poetas, la música vertida en acrobacias de libélulas sobre los
espejos del agua estancada de los paramecios y las amebas. Allá donde los
tigres se empantanan de tristeza en las marismas anochecidas y los buitres
duermen sus insomnios en sus vuelos carroñeros, donde vaga una sombra escondida
del plenilunio y del naufragio en los cañaverales de las orillas. Sobre los
desiertos pedregosos del solemne embaucador, lejos de los tumultos y las
cumbiambas, en los turbiales, en el fango de las negras arcillas, del ocre de los
óxidos de hierro y del rojo venenoso del cinabrio, enredado en el tupido velo
de soberbia de un dios hastiado de serlo. La marca de la mano ausente, el
hueco, el vacío que deja sin su tibieza maternal como las grietas en los muros
de adobes, su presagio de pérdida irrecuperable, de decadencia, de ocaso, de
definitiva conclusión. La máscara de porcelana, su lividez de nardo o magnolia
impoluta, ese rostro pálido de labios apretados en una línea de silencio o
desprecio, su altivez desesperante de lacónica emperatriz, las manos largas y
frías, el tornasolado cambiante de sus ojos inmortales, su hostil desapego a la
burda y fragmentada realidad, sin aceptación resignada, sin pena ni gloria. Donde
los cuarzos entibian sus cristales en las drusas incrustadas, en la brevedad de
las cenizas, y en los vestigios reverberantes del solsticio por donde las
singladuras no siguen los rumbos del imán sino el murmullo perpetuo del místico
oleaje de su voz que se sumerge escorándose lentamente hacia los abismos del
olvido sin retorno mientras la nave va.