«Una fantasía, si
es auténtica, lo contiene todo y no necesita explicaciones.». Federico Fellini.
Ya nadie sabe donde se van a esconder los
delirios cuando vos Maestro no los desarmes ni los tritures en sus topacios y
sus rubíes coronados en sus espantos de medianoche sobre el filo mustio de la
luna menguante, cuando no sepamos si enmudeciste porque se te abarrotaron las
venas de los sacrificios sangrientos o te abandonaron los pájaros del éxtasis
de la contemplación en medio de alguna calle de tu Sevilla cerca de la Plaza del Pumarejo, o simplemente dejaste el espacio donde te
inclinabas a contar las huellas de los saurios y ahora andas por ahí
especulando sobre las nervaduras de las alas de las mariposas con la vista en
alto tan alto que ya no ves las miserias que ibas borrando con tus verbos
embarrocados hasta los mismísimos delirios que desarmabas y triturabas para que
nadie dijera que mentías cuando relatabas en la voz de tus demonios los viajes
a los profundos territorios de la locura. Quizá en esas travesías se te fueron
escarchando lo recuerdos y el mañana temprano se te volvió cenizas y cuando
despertaste del otro sueño, del verdadero, no encontraste la madrugada y
seguiste durmiendo para que no se te volaran los ojos con los que mirabas los
objetos en sus reales tornasoles y observabas los microscópicos imaginarios de
las geografías extraviadas en los antiguos portulanos, las zoologías de las
salamandras inverosímiles y las misteriosas botánicas de los musgos y los helechos
sangrientos. O se te entumieron las manos con el frío de las cumbres en las
alturas marfileñas de tus desvaríos por rastrear los senderos de la belleza sin
saber que:
Los siglos que en
sus hojas cuenta un roble,
árbol los cuenta
sordo, tronco ciego;
quien más ve,
quien más oye, menos dura (i).
Y ahí se están quedando para los siglos los
vestiglos y los endriagos que habitaron tus mundos divididos, escindidos, hendidos
o rotos, ahí las sublimes mutaciones de la conciencia de realidad de las que
apenas escapabas riendo a carcajadas por la mísera fisura de los antipsicóticos
y su mágica bioquímica de circo pobre, sin trapecistas ni payasos porque resulta que los dioses sólo se escuchan a si
mismos (ii). Y la nave se fue sin tus huesos derrotados,
sin que alcanzaras a ver los escorpiones de amatista ni las larvas de los escarabajos
de obsidiana que perforaban sus túneles pestíferos en las pequeñas limaduras de
tu mente alborotada por los arduos adjetivos con que describías los mínimos
detalles de los asombros y las maravillas, y las innumerables versiones a las
que te obligaba el soborno de la inalcanzable perfección. Vale.
(i) Luis de Góngora y Argote. 1620.
(ii) Francisco Antonio Ruiz Caballero,
Noviembre 30 de 2012.
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