domingo, 20 de julio de 2014

ALLÁ LEJOS, EL INTENTO


A Edmea Tetua

Donde el púrpura se desvencija en sus horizontes de torreones derruidos y altos peñascos roídos por los vientos de los últimos atardeceres, en esas fúnebres oquedades de los acantilados que dan a los mares del destierro, a las oceánicas corrientes que trasiegan los peces a sus clandestinos desoves nocturnos entre las algas de los sargazos. Las albas de transparentes medusas y lentos celacantos, el equinoccio socavado por los bosques incendiados y los aullidos de los perros hambrientos, la soledad color malva, el salobre sabor del agua de los charcos donde los rinocerontes extinguidos beben las lunas temblorosas, el espejismo y el sosiego, la turbulencia que detenta los zafiros de la madrugada que se esparcen entre brumas y pájaros extraviados. Los molinos que trituran las horas más lúcidas, el pergamino que va escribiendo en tinta roja sangrienta los avatares de los vagabundos, los insanos y los poetas, la música vertida en acrobacias de libélulas sobre los espejos del agua estancada de los paramecios y las amebas. Allá donde los tigres se empantanan de tristeza en las marismas anochecidas y los buitres duermen sus insomnios en sus vuelos carroñeros, donde vaga una sombra escondida del plenilunio y del naufragio en los cañaverales de las orillas. Sobre los desiertos pedregosos del solemne embaucador, lejos de los tumultos y las cumbiambas, en los turbiales, en el fango de las negras arcillas, del ocre de los óxidos de hierro y del rojo venenoso del cinabrio, enredado en el tupido velo de soberbia de un dios hastiado de serlo. La marca de la mano ausente, el hueco, el vacío que deja sin su tibieza maternal como las grietas en los muros de adobes, su presagio de pérdida irrecuperable, de decadencia, de ocaso, de definitiva conclusión. La máscara de porcelana, su lividez de nardo o magnolia impoluta, ese rostro pálido de labios apretados en una línea de silencio o desprecio, su altivez desesperante de lacónica emperatriz, las manos largas y frías, el tornasolado cambiante de sus ojos inmortales, su hostil desapego a la burda y fragmentada realidad, sin aceptación resignada, sin pena ni gloria. Donde los cuarzos entibian sus cristales en las drusas incrustadas, en la brevedad de las cenizas, y en los vestigios reverberantes del solsticio por donde las singladuras no siguen los rumbos del imán sino el murmullo perpetuo del místico oleaje de su voz que se sumerge escorándose lentamente hacia los abismos del olvido sin retorno mientras la nave va. 

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