miércoles, 29 de septiembre de 2010

CONFUSO IMAGINARIO PERSONAL I

Los incensarios, los pebeteros, las clepsidras, la estilográfica con tinta verde, los puertos iluminados en las noches sin luna. Los muebles antiguos con sus maderas color caoba y sus tapices floreados en la grata quietud de la sala del amplio ventanal que daba a un patio con un ceibo y sus inflorescencias arracimadas de grandes flores rojas y jacarandás con sus inflorescencias racimosas de delicado color azul violáceo, donde la lluvia de los domingos poseía la consistencia de pequeño duelo y se iba incrustando en la memoria como una pena chiquita de cajita de música. Las mascaras, las lámparas, los armarios, las terrazas terciarias o cuaternarias, quien lo sabe, donde florecían las breves ágatas botroidales y las calcedonias lechosas con las que los changos, los hombres de los conchales, otrora tallaban sus puntas de flechas y sus arpones. Sílices desperdigadas sobre arenas amarillentas sujetas al reverbero feroz de los soles del Capricornio y al vaho garuoso los húmedos mantos de camanchaca que venían de un mar lejano e invisible. Las luces lejos de los barcos anclados a la gira en medio de la bahía, los guajaches, los piqueros, los yecos, el cañaveral costero en la vertiente salobre donde Juan López fundó de hecho y sin saberlo la dormida ciudad de Antofagasta. El canto del oleaje en la orilla nocturna con el mar oscuro y el aroma de algas. Las botellas antiguas, las monedas, el reloj de sol, el salar de aguas arsenicales con sus colas de zorro y los patos con sus espéculos de resplandeciente verde metálico. Las casas del desierto con sus intactos muros de adobe sin puertas, sin ventanas ni techos, abandonadas para siempre a los fantasmas de sus cementerios tristes y resecos desde cuando los ingleses cerraron las oprobiosas oficinas salitreras dejando el caliche manchado con las sangres de los rebeldes y las babas de los gobernantes prostituidos. La salmuera de las pozas con los alevines condenados a evaporación hasta la muerte marina entre los roqueríos de la bajamar del mediodía. El frontispicio, las arcadas, los arbotantes, la maroma de alacrán en el empedrado del segundo patio de la iglesia construida como una callampa toxica y maloliente sobre los restos a medio demoler del templo del dios vencido. Vale.


Notas aclaratorias.-

Guajache: Pelicano, Pelecanus thagus (Molina)

Piquero: Alcatraz, Sula variegata (Tschudi)

Yeco: Cormoran, Phalacrocorax brasilianus brasilianus (Gmelin)

lunes, 27 de septiembre de 2010

EL ARBOL DE BORNHEIM-MERTEN

Entre sus raíces me deslizo como serpiente buscando refugio.

¡Nada!. Hilda Breer.


Hunde sus manos radiculares en la tierra húmeda, profunda y fresca buscando las vértebras escondidas de la Pachamama, o surge como una vertiente vegetal, incólume, eterno, erguido como un tótem o un símbolo fálico que se ahonda en la púber virginidad de un cielo inalcanzable. Lleva la potencia de su vuelo en la tenacidad de esa sabia dulce que fluye densa y lenta a contracorriente de la gravitación solo sostenida por la levedad insustancial de la capilaridad ancestral que aprendieron los primitivos lycophytas y helechos paleozoicos y los gingkos verde azulosos que aun se reflejan en la aguas de los quietos estanques de anaranjados caraccius y blanquinegros nishikigois rodeados de cerezos en flor. En su altura orgullosa es el compinche prusiano de la higuera de Bodhgaya, donde el Buda alcanzó la iluminación, del fresno del Universo de la mitología nórdica, de los robles Irminsul de los antiguos sajones y Seahenge de las tribus celtas, de la desolada acacia del Ténere, del tilo Garoé de los bimbaches, del abeto rojo de la montaña Fulu que ha visto los soles y las lunas de nueve mil quinientos cincuenta años, del baniano Thimmamma Marrimanu de Kadiri, con sus mil cien raíces aéreas que se extienden por veintiún mil metros cuadrados y del legendario Chachacomayoc del Cuzco, ya muerto, bajo cuya sombra descansó un día el Libertador. Es un secreto segmento de una geometría ancestral, milenaria, que semilla a semilla, verde a verde se fue creando y creciendo, floreciendo y cruzando estíos y otoños, durmiendo su recóndita latencia en gélidos inviernos y despertando como un fénix arborescente en cada esplendorosa primavera. O es un eje leñoso sobre el que rotan amplias e infinitas galaxias elípticas, espirales e irregulares, con sus sistemas masivos de brillantes estrellas, sus nubes de gas, planetas y polvo desperdigado, con su hipotética materia oscura de composición desconocida, y quizá con sus misteriosas energías negras de negro. O una alta columna gris verdosa de frondoso capitel que se abre a los cuatro vientos como un majestuoso fractal vivo que es la imagen especular del fractal sumergido en la diosa madre Gea. O el mástil de todas las barcas del Nilo y de las derrotadas naos de la Grande y Felicísima Armada, la Invencible, el tronco original de las canoas o piraguas de los tainos, o el sagrado madero del tormento del Gólgota, el acunador territorio vertical de los pájaros, el aterrador arquitecto de los leños de la horca, o el ego umbrío del dios Silvano bajo el cual gira y gira a la gira la lenta nave del tiempo, ese enemigo formidable. Es leña, astilla, carbón, antracita, pero siempre con final de ceniza. Y será también la madera del féretro que baja lentamente hacia la nada. Vale.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

MARES Y TERRITORIOS

“A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación.”

El reino de este mundo. Alejo Carpentier


Las aguas eran tan antiguas que sus sales se habían convertido en vidrio molido y en las noches de plenilunio imitaban las noctilucas de la Virgen del Carmen cabalgando las rompientes, y resplandecían a lo largo de la ola como un horizonte fosforescente o un relámpago tumbado de un celeste eléctrico que dejaba melancólicos a los timoneles y nostálgicos a los capitanes de mar haciéndolos encallar sus grandes naos en las arenas negras de las playas maternas en la inútil persecución de esa luz insoportable provocada por los infinitos reflejos de la luz de luna en los cristales de las sales cuajadas que arrastraba incesante el oleaje tumultuoso de ese ancho mar vetusto y desgastado. Los marineros mas viejos, hartos de navegaciones sin derrota, naufragios sin sentido y sirenas sin corazón, anclaron los navíos a contraluz de la declarada lunación dejándolos a la gira en medios de esas aguas mustias, lentas, que poseían la densidad de la sangre de los mártires y el aroma inconfundible de los secaderos de algas de sus terruños sureños donde fríos mares violentos y oscuros bosques hirsutos tocan sin cruzar las playas titanoferriferas con sus jeroglíficos de ultes y cochayuyos que contiene o poseen en sus arenas negras los detritos deslavados de las cordilleras volcánicas donde nacen los ríos vertiginosos, casi verticales, que urgen una continua disolución en el vientre del continente en erosión. De día la mar era tibia y monótona, con olitas de tímidos encajes y espumas verdosas en los bordes de su oleaje de acuario que urden un rosario profano con trozos de maderas rojas, azules blancas o amarillas, restos de lanchones naufragados contra los roqueríos basálticos, mondadas ramas de árboles ahogados en el ultimo aluvión, y cañas repartidas en un I Ching indescifrable que alguna pequeña furia marina descuajó desde los tristes cañaverales de las aguadas costeras donde los changos saciaban su sed pegajosa que le sangraba en los labios resecos después de sus arduas travesías tierra adentro tras la sílice y la obsidiana que florecían a varias lunas con sus soles en los ilimitados desiertos de ese norte atacameño.


Nota.- Cochayuyo / Ulte. Durvillea antarctica (Chamissso) Hariot.

Alga de hasta 15 m de largo, de color pardo verdoso o pardo amarillento, de superficie lisa y consistencia carnosa, que crece adherida por un ancho disco a las rocas sumergidas en el mar. Las frondas se originan de un estipe redondo, corto; son laminares, gruesas y coriáceas, de 3 a 12 cm de ancho, se dividen en segmentos delgados, que forman látigos de distinta longitud. Su parte más apreciada es el “ulte”, el segmento de la planta que media entre el disco con que ella se adhiere a la roca y la ramificación del vegetal.


sábado, 18 de septiembre de 2010

COROLARIO


“Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria”

El reino de este mundo. Alejo Carpentier, 1949.


En el tétrico trasiego de húsares sangrientos y sufíes impuros que persiguen con avaricia de iluminados el tiempo ya transcurrido en el monótono baratillo de relojes amelcochados, alguien escucha, o cree escuchar desde las umbrías habitaciones del duelo, el eco del bufido de espanto de las medusas babélicas destrozadas por los cardúmenes pétreos de los celacantos nocturnos, reflejado en una aguamarina azul verdosa engarzada en la tiara de la amante ciega del Dux de Venexia, rodeada de diamantes azules en una filigrana de oro incaico que repetía la trama ondulante ocre amarillenta de los sargazos haciendo naufragar la carraca que buscaba entre la honda bruma marina la derrota extraviada que lo hiciera salir del mar de los muertos, y que llevaba en sus nauseabundas bodegas junto con los toneles de arenque salado y la bisutería para el trueque de Indias, el arcón de cuero con guarniciones de bronce patinado donde el Minotauro guardaba los bucles de cabellos color miel y los dientes nacarados de sus vírgenes lunares, y que ahora solo contenía en medio de un mullido embalaje de paja de arroz, un pote de porcelana china de Yixing con un breve instante escarchado del silencio púrpura que fue esparcido por los siete arcángeles mayores sobre los essercizi de violonchelo del arconte de la orquesta de la corte imperial de Viena el día después de la noche en que murió Mozart.

HORIZONTES PERPLEJOS

Se derretían los arpegios afanados por la estridencia de bocamina del corrillo de gitanos en torno a la gran hoguera donde quemaban sus ropajes de carnaval, sus mascaras de cartón piedra pintadas de negro y blanco y con los labios bermellón, sus capisayos floreados con la heráldica de los barones del Ponto Euxino bordada en hilos de seda dorados, sus guantes de seis dedos, albos, sin macula, a pesar de los siete días de alboroto, serpentinas y challas con que celebraban el miércoles de ceniza. Ardía el fuego lanzando fluctuantes llamaradas azules, crepitando en sus desesperaciones crematorias mientras la brisa noctámbula formaba remolinos incandescentes retorciendo las constelaciones de chispas que huían como mínimos destellos fugaces de la fogata que iluminaba los rostros impasibles de los zíngaros y de sus dragones domesticados. La noche se derrumbó sobre hombres, bestias y lumbre en una lluvia monzónica, una inmensa voluta botroidal de humo denso y amargo se elevó cruzando el aguacero entre el vórtice de estrellitas truculentas y el agua condensada en millares de pequeñas gotitas casi esféricas. Escurrió la sopa de cenizas arrastrando vertiginosos fragmentos a medio quemar de telas de colores charros, pedazos de cartón piedras con las muecas carbonizadas en blanco, negro y bermellón, pedacitos de escudos chamuscados de hilos color oro viejo, y dedos de guantes albos con el ribete negro carbón donde habían sido cercenados. Al amanecer solo quedaba un gran círculo gris donde estuvo la fogata, rodeado de huellas de pasos de pies descalzos y de pisadas de garras de dragón que la arena vitrificada ya había convertido en icnitas paleozoicas. Tangente al circulo ceniciento el ultimo avance del oleaje de la sicigia dejó una línea con los restos de la quemazón cementados con la espuma seca como un horizonte premonitorio y especular de aquel que se dibujó ese mismo día hacia el atardecer, con su disco solar y su raya de mar/cielo que se quedó petrificado de soledad y silencio cuando partió el ultimo carromato y emprendió vuelo tierra adentro el ultimo dragón agitando lentamente sus alas de murciélago prehistórico. Vale.


jueves, 16 de septiembre de 2010

EL PARASITO DEL PEYOTE (*)

Mientras que los aztecas lo llamaban "Carne de los dioses", los frailes españoles lo bautizaron como "Carne diabólica".

La bestia se fue acercando sutil, reptiliana, sigilosa, escabullendo las trampas de luz y las afiladas aristas de los grandes cubos amarillo metálico de los cristales de pirita que sobresalían de las paredes. En ciertos tramos se movía agazapada, aplastada contra el piso convirtiéndose en una mancha ocre rojiza vitrificada sobre las ondulaciones de las vetas sedosas del adoquinado de ágata jaspeada. Sus vistosas antenas helicoidales iban tanteando su avance en los muros, el piso y el techo tornasolado de donde parecían provenir las fulgurantes trampas de luz. Solo se escuchaba el típico sonido de las ventosas que se desprendían una a una con un chasquido limpio y seco de la superficie de calcedonia. Un penetrante olor a vitriolo invadía el lugar ajando las flores nacaradas de los gladiolos que crecían en las acequias del borde del piso por donde escurría un líquido lechoso y espumante del que se levantaba un tenue vaho azulino cada vez que era iluminado por las trampas de luz. El brujo, escondido entre las altas cañas de bambú sostenía tenso e inquieto el puñal ceremonial de filoso sílice transparente, listo para hundirlo en los belfos queratinosos de la bestia. La intensa luminiscencia carmesí de la ultima trampa de luz le mostró claramente que estaban separados apenas por seis o siete varas, alcanzó a ver las tenazas de cangrejo, la coraza calcárea con las hojosas protuberancias de dolomita que cubrían el cuerpo de lagarto acorazado del mismo color de la patina de oxido de hierro de los restos de los barcos naufragados en las playas de su infancia marina. Escuchó los chasquidos de las ventosas cada vez mas cerca, el roce apagado del soma dolomítico sobre la pulida superficie de ágata. Un parpadeo instantáneo de una trampa de luz iluminó la escena hacia el fondo de la gruta, pero demasiado lejos de donde se encontraban y solo pudo distinguir la silueta silúrica de la bestia recortada contra el fulgor rosado de la luz sobre las rodocrositas de la columna ritual. Ni siquiera pudo alcanzar a levantar el cuchillo litúrgico. Incluso se demoró en gritar porque la intensidad del dolor lo hizo estremecerse curvándose sobre si mismo y agarrotando sus músculos lo despeñó en un abismo de tormento inimaginable. Las tenazas tijeretearon la carne de su antebrazo izquierdo y de una de sus mejillas, después su vientre y el muslo derecho. Intentó enrollarse como un isópodo sobre el frío piso silíceo, escabullirse vencido y rastrero hacia los nostálgicos gladiolos perfumados, pero las tenazas lo cortaban aquí y allá sin detenerse, una de sus manos se aferró a una de las cañas de bambú pero fue cercenada de un solo corte atenazador. Se dio cuenta que la bestia tenia la capacidad de ver en la oscuridad total, se dio cuenta que las trampas de luz eran una de sus facultades innatas de depredador especializado, como las luciérnagas, las noctilucas o los peces abismales de las profundidades oceánicas, se dio cuenta que sus sentidos eran sinestésicos, que la bestia podía oír colores, ver sonidos, y percibir sensaciones gustativas con solo tocar un objeto o un cuerpo vivo, se dio cuenta que la bestia lo hería, lo sajaba, lo descarnaba solo por el placer de experimentar la intensidad de su dolor quizás en que colores, o sonidos o sabores, se dio cuenta que iba a morir destrozado por un perverso insecto subterráneo, por un alacrán desaforado de tamaño descomunal pero solo bestia, animal, instinto mecánico o bioquímico pero absolutamente irracional, él, el sacerdote brujo que había tenido la nítida visión onírica en los desvarío de la mezcalina de ese túnel, caverna o gruta, de esos bambúes sagrados que se elevaban hasta la altura de la bóveda formando una cárcel de tallos/barrotes verdes y flexibles, la visión de esa bestia extravagante atrapada en un confuso y lóbrego laberinto lineal, se dio cuenta que iba a morir ahí, incrustado en el mismo sueño premonitorio que lo había llevado a ese aquí y a ese ahora. Vio una última trampa de luz que estalló en destellos bermejos que se reflejaron en los belfos salpicados de su sangre, sintió el último dolor insoportable cuando una de las pinzas de la bestia entró entre sus costillas y atenazó su corazón haciéndolo estallar como una blanda fruta podrida. No alcanzó a ver lo que ya había pre-visto en su alucinación de peyote; sus intestinos colgados de los bambúes y de la columna del rito como si fueran guirnaldas de celofán violáceo que las trampas de luz iban convirtiendo sucesivamente en relámpagos verdes, amarillos, azules y rojos.


* Lophophora williamsii (Lem. Coulter)


Imagen: http://s41.photobucket.com/albums/e297/Mch921849/?action=view&current=brian_peyote_palms_b_o.jpg

miércoles, 15 de septiembre de 2010

LOS BISONTES DEL INSOMNIO


En los mágicos arreboles de los atardeceres derrotados por la penumbra noche que se expande engarzada de brillantes con su azul intenso y oscuro absorbiendo el índigo moribundo que ya no soporta el tremolante disco incandescente de un sol que va estrellándose con morosidad de dinosaurio contra las serranías del quieto poniente. En esos colores de fragua o incendio se templan los filosos alfanjes de los insomnios, los tóxicos tubérculos de mandioca que engendran perturbadoras pesadillas, las espigas doradas que atrapan los vientos que empujan la tarda nave del sueño en sus ondulaciones y estremecimientos, el plomo derretido que quema los parpados en los entresijos del miedo y el sudor de bestia agonizante donde chapotean sirenas decapitadas huyendo de los sargazos del duermevela. Allí, en esas parsimonias colorinches están confundidos en un amasijo entrabado de lanas de colores primitivos, en un ovillo apretado de lombrices teñidas con las anilinas crepusculares, en una esfera imposible de visiones, sensaciones y emociones incrustadas unas en otras de tal manera que es imposible encontrar el extremo que permitiría desenrollar uno a uno los estambres y disolver la intrincada madeja esférica, nocturna y multicolor en cada una de las hebras que la sustentan. Porque la noche tiene una textura granular, un tacto metálico pero rugoso por el hacinamiento de los escombros de la ciudad de la vigilia, fragmentados en la minuciosa conminución del molino de aspas de cuartos de hora, entre el crujido de los minutos duodecimales y el traqueteo de los escasos instantes de lucidez enfermiza donde la razón espolvorea una harina amarilla como el azufre para no quedarse empantanada en esa gelatina color canela del delirio que provoca la sed de los largos desvelos. Para cuando la lenta nao del sueño levanta los jirones percudidos del velamen entre el rezongo de jarcias y cabrestantes, ya el oriente acusa la tenue luminosidad de una pervertida madrugada, y en este lado de la oscuridad aun los cartílagos permanecen endurecidos, quebradizos, esperando las apariciones de engendros ameboides con sus verdes cristalinos que hieren las corneas con sus agujas clorofílicas, de lampreas de piel viscosa que después son boas constrictoras y después cocodrilos marinos o gaviales del Ganges, flotando panza arriba en un río de aguas densas y casi detenidas por la obstinada somnolencia, de reptiles cretácicos de colores extravagantes y grandes ojos muy negros como esferas de obsidiana, de hermosos escarabajos tornasolados y fétidos, de la estampida de bisontes en pánico que se despeñan furiosos desde la alta meseta lunar para ir a estallar contra las gigantescas estalagmitas calcáreas que surgen desde el piso de la caverna iluminada por la teas de los penitentes de la procesión de la Virgen de Todas las Misericordias que siguen pasando sin solución de continuidad a pesar que por el ventanal ya se distinguen las copas de los árboles y los vuelos circulares de los jotes de cabeza colorada que vienen a limpiar las calles vacías e inundadas de la ciudad muerta de los cadáveres de las ratas aplastadas en la estampida de los bisontes. Por entonces se abren los ojos adoloridos tratando de lagrimear para que escurra de ellos el vidrio molido de la larga noche y tragando saliva para disolver el sabor ácido de los tubérculos de la yuca que son los que engendran las peores pesadillas. Vale.

viernes, 10 de septiembre de 2010

LA DUQUESA INTOCABLE


Danzaban los cristales con sus matices de hondos púrpuras y frágiles amatistas dejando un reguero fulgurante de vidrios pequeñísimos de delicado e intenso rosado. La música escurría por entre las flores blancas de los ciruelos, entre el rojo de los abutilones y el azul violáceo pálido de la hierba doncella, Vinca major, la enredadera rastrera y secreta robada bajo el desparpajo del derecho a pernada de un conventillo maloliente. El amplio e iluminado salón era una suerte de cristalería medieval donde estaban atrapados en sus vitrinas de reluciente caoba todos lo cristales y vidrios posibles en forma, color y opacidad como grandes insectos cristalizados. La dama, de riguroso luto, acariciaba con sus manos enguantadas el teclado del antiguo clavecín congregando el tintineo de los ángeles y las risitas voluptuosas de las vírgenes huríes. Era alta muy alta, delgada y pálida, de cuerpo estilizado, huesos largos, y cabello liso del mismo color y brillo de la antracita, de ojos grandes, oscuros y profundos en cuyos fondos parpadeaban los destellos escondidos y encendidos de las brasas siniestras de sendos rubíes. El rictus de su boca hechicera poseía la frialdad tenaz de las enclaustradas duquesas desquiciadas, aunque el rojo lucifer de sus perfectos labios obliteraba la fina crueldad color turquesa que su desolado corazón anidaba como una artera serpiente subterránea en los pliegues del desencanto que el alcaloide melancólico encriptado en su persistente perfume estarcía sobre los gobelinos haciendo entristecer a los guerreros de tumultuosas batallas y detener el vuelo a los azores de los paisajes de cetrerías. Los bajos continuos y las armonías tonales iban carcomiendo los bordes de la tarde, fatales, mortuorios, fragmentando las instancias iniciales de la memoria que vagaba desesperada por los atajos sin retorno de las peores nostalgias. La música iba y venia insistiendo en herir a mansalva con su filo violeta y su aroma de sándalo la carne enternecida en su propia salazón de cuerpos confusos y confundidos inmersos en la salmuera de los recuerdos incrustados en los años de los soles perdidos. Ella sabía extraer con sus arpegios sangrientos y con la vehemente violencia sagrada de los sacerdotes aztecas la víscera aun latiendo del torso sufriente de sus victimas y con sus largos dedos virginales la alzaba victoriosa hasta dejarla colgada de la gran lámpara de araña de vidrio de plomo de Baccarat como una más de las lagrimas de zafiro tallado, solo que del color bermellón de la sangre fresca y palpitante, o la arrojaba como un repugnante animal ensangrentado contra las platerías alavesas o los espejos de marcos franceses. Sabiamente hacia huir del clavecín las notas dolientes como mariposas o libélulas ciegas con sus alas de anaranjado terciopelo o de delgados e iridiscentes vitrales transparentes. Pero su entorno era un dominio de tristezas, de ebrias avispas y cigarras venenosas emponzoñadas en los néctares mefíticos de las mandrágoras, un ámbito de cementerio abandonado, con los mármoles erosionados de lapidas sin nombre de castos varones, de monjes inquisidores y de reinas muertas, porque bajo su delicada piel translucida y suave como un sueño de tenues jardines y fuentes de aguas cristalinas en recienvenida primavera habitaban las medusas, las gorgonas y las harpías que encapsulaban sus odios, sus furias y sus desengaños en las pedrerías y abalorios de los Essercizi per gravicemvalo de Scarlatti y el Livre de pièces de clavecin de Jean-Philippe Rameau. Vale.


lunes, 6 de septiembre de 2010

HUMEDAS GEOGRAFIAS INICIALES


“Un neobarroco en estallido en el que los signos giran y se escapan hacia los límites del soporte sin que ninguna fórmula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de su producción. Hacia los límites del pensamiento, imagen de un universo que estalla hasta quedar extenuado, hasta las cenizas. Y que, quizás, vuelve a cerrarse sobre sí mismo.”

Ensayos Generales Sobre el Barroco.

Severo Sarduy, 1987.


Vinieron entonces las aguas, violentas, caudalosas, en un torrente pardo y arcilloso que socavó cimientos y raíces, enturbió las aguas cristalinas de las norias y las vertientes, sajó los taludes, los terraplenes, los pequeños barrancos de las orillas y todos los bordes en desnivel, dejando como cicatrices las cárcavas que después con las lluvias fueron quebradas cada vez más profundas y devinieron fértiles valles. Antes de aquel gran huayco apocalíptico todo había sido una extensa planicie de limos y arenas solidificados y cementados por las sales de un mar empantanado que desapareció como si se hubiera sumido en un hondo dzonot sin fondo ni termino y en los veintiocho días de la lunación apenas dejó unos charquitos entumidos donde chapotearon los delfines rosados bajo un solo inclemente que los fue secando y resecando hasta estamparlos en el limo seco y convertirlos en fósiles fantasmagóricos de sirenas vírgenes que los indios chumareños les cambiaban a los godos por sus collares de vidrio y su navajas de afeitar en los días de la fiesta santa. El mar era una inabarcable bahía de aguas quietas, verdosas y densas, donde desembocaban dos ríos anchos y cargados de los sedimentos de sus territorios erodados que traslapaban sus deltas formando un solo abanico barroso cubierto de manglares de mangle rojo, prieto, blanco, y mangle botón, y de los grandes caimanes sagrados que el insigne y sabio geógrafo, naturalista y explorador Barón Friedrich Heinrich Alexander von Humboldt creyó extintos. Sobre ese triangulo tropical de caños fluviales e islas sedimentarias se formó un entero país dos palmos apenas sobre aguas sucias de restos de hojas casi transparentes en las que solo se veían la nervaduras como mínimos y frágiles esqueletos vegetales, y donde se desplazaban de vez en cuando los cadáveres hinchados de los tapires, los capibaras y los araguatos ahogados en la huida despavorida del ataque de los yaguares. El fondo de ese mar de tres aguas mezcladas era un coloide inorgánico de limos y arcillas como una bruma color del té con leche donde no se distinguían ni siquiera la infinidad de jaibas que terminaban de mondar los huesos de los animales devorados a mordiscos prehistóricos por los caimanes, y que las dos corrientes encontradas de los dos ríos y las mareas hacían rotar según las lunaciones por la infinita bahía geosinclinal que lentamente se iba colmatando de los diminutos fragmentos de las comarcas erosionadas, hasta que el peso de los sedimentos respondiendo al principio del equilibrio isostático afloraron sobre las aguas como una terraza lunar, vacía, plana, lisa, apenas marcada por los jeroglíficos de las huellas de la jaibas que huyeron siguiendo la línea de costa efímera que se replegaba hacia el horizonte marino perseguida por las ordenadas hileras de pelícanos que iban tras los cardúmenes de anchovetas iluminadas por la pálida luz de la luna de los primeros plenilunios. Y esa fue la llanura perfectamente horizontal que milenios después las aguas en torrentes y las lluvias desbordadas del monzón desgastaron, erosionaron y sajaron con paciencia de orfebre labrando un continente entero con sus cordilleras volcánicas, sus sabanas interminables y sus junglas enmarañadas con sus árboles y lianas y salamandras amarillas y monos aulladores, garzas, alcatraces y tijeretas de mar, y con los caimanes esperando hambrientos allí abajo entre las raíces aéreas de los manglares, y todos huyendo siempre del espanto de las lampalaguas gigantes y de los ocelotes sangrientos mientras en la mar océana ya se criaban las albacoras y los congrios negros y colorados, y en los cielos de límpidos azules planeaban los cóndores, los buitres reales de plumaje pardo y blanco y con la piel desnuda de la cabeza y del cuello de vivos colores anaranjados, rojos, azules y púrpuras, y también trazaba su vuelo certero el cernícalos de todos los tiempos y paisajes, y en los rincones de sombra la tierra marrón oscuro y fértil se cubría de musgo verde esmeralda como un finísimo cojín aterciopelado sobre el que caían los fragantes y delicados copos de nieve de los pétalos de los ciruelos en su primera primavera. Vale.