viernes, 10 de septiembre de 2010

LA DUQUESA INTOCABLE


Danzaban los cristales con sus matices de hondos púrpuras y frágiles amatistas dejando un reguero fulgurante de vidrios pequeñísimos de delicado e intenso rosado. La música escurría por entre las flores blancas de los ciruelos, entre el rojo de los abutilones y el azul violáceo pálido de la hierba doncella, Vinca major, la enredadera rastrera y secreta robada bajo el desparpajo del derecho a pernada de un conventillo maloliente. El amplio e iluminado salón era una suerte de cristalería medieval donde estaban atrapados en sus vitrinas de reluciente caoba todos lo cristales y vidrios posibles en forma, color y opacidad como grandes insectos cristalizados. La dama, de riguroso luto, acariciaba con sus manos enguantadas el teclado del antiguo clavecín congregando el tintineo de los ángeles y las risitas voluptuosas de las vírgenes huríes. Era alta muy alta, delgada y pálida, de cuerpo estilizado, huesos largos, y cabello liso del mismo color y brillo de la antracita, de ojos grandes, oscuros y profundos en cuyos fondos parpadeaban los destellos escondidos y encendidos de las brasas siniestras de sendos rubíes. El rictus de su boca hechicera poseía la frialdad tenaz de las enclaustradas duquesas desquiciadas, aunque el rojo lucifer de sus perfectos labios obliteraba la fina crueldad color turquesa que su desolado corazón anidaba como una artera serpiente subterránea en los pliegues del desencanto que el alcaloide melancólico encriptado en su persistente perfume estarcía sobre los gobelinos haciendo entristecer a los guerreros de tumultuosas batallas y detener el vuelo a los azores de los paisajes de cetrerías. Los bajos continuos y las armonías tonales iban carcomiendo los bordes de la tarde, fatales, mortuorios, fragmentando las instancias iniciales de la memoria que vagaba desesperada por los atajos sin retorno de las peores nostalgias. La música iba y venia insistiendo en herir a mansalva con su filo violeta y su aroma de sándalo la carne enternecida en su propia salazón de cuerpos confusos y confundidos inmersos en la salmuera de los recuerdos incrustados en los años de los soles perdidos. Ella sabía extraer con sus arpegios sangrientos y con la vehemente violencia sagrada de los sacerdotes aztecas la víscera aun latiendo del torso sufriente de sus victimas y con sus largos dedos virginales la alzaba victoriosa hasta dejarla colgada de la gran lámpara de araña de vidrio de plomo de Baccarat como una más de las lagrimas de zafiro tallado, solo que del color bermellón de la sangre fresca y palpitante, o la arrojaba como un repugnante animal ensangrentado contra las platerías alavesas o los espejos de marcos franceses. Sabiamente hacia huir del clavecín las notas dolientes como mariposas o libélulas ciegas con sus alas de anaranjado terciopelo o de delgados e iridiscentes vitrales transparentes. Pero su entorno era un dominio de tristezas, de ebrias avispas y cigarras venenosas emponzoñadas en los néctares mefíticos de las mandrágoras, un ámbito de cementerio abandonado, con los mármoles erosionados de lapidas sin nombre de castos varones, de monjes inquisidores y de reinas muertas, porque bajo su delicada piel translucida y suave como un sueño de tenues jardines y fuentes de aguas cristalinas en recienvenida primavera habitaban las medusas, las gorgonas y las harpías que encapsulaban sus odios, sus furias y sus desengaños en las pedrerías y abalorios de los Essercizi per gravicemvalo de Scarlatti y el Livre de pièces de clavecin de Jean-Philippe Rameau. Vale.


No hay comentarios:

Publicar un comentario