miércoles, 15 de septiembre de 2010

LOS BISONTES DEL INSOMNIO


En los mágicos arreboles de los atardeceres derrotados por la penumbra noche que se expande engarzada de brillantes con su azul intenso y oscuro absorbiendo el índigo moribundo que ya no soporta el tremolante disco incandescente de un sol que va estrellándose con morosidad de dinosaurio contra las serranías del quieto poniente. En esos colores de fragua o incendio se templan los filosos alfanjes de los insomnios, los tóxicos tubérculos de mandioca que engendran perturbadoras pesadillas, las espigas doradas que atrapan los vientos que empujan la tarda nave del sueño en sus ondulaciones y estremecimientos, el plomo derretido que quema los parpados en los entresijos del miedo y el sudor de bestia agonizante donde chapotean sirenas decapitadas huyendo de los sargazos del duermevela. Allí, en esas parsimonias colorinches están confundidos en un amasijo entrabado de lanas de colores primitivos, en un ovillo apretado de lombrices teñidas con las anilinas crepusculares, en una esfera imposible de visiones, sensaciones y emociones incrustadas unas en otras de tal manera que es imposible encontrar el extremo que permitiría desenrollar uno a uno los estambres y disolver la intrincada madeja esférica, nocturna y multicolor en cada una de las hebras que la sustentan. Porque la noche tiene una textura granular, un tacto metálico pero rugoso por el hacinamiento de los escombros de la ciudad de la vigilia, fragmentados en la minuciosa conminución del molino de aspas de cuartos de hora, entre el crujido de los minutos duodecimales y el traqueteo de los escasos instantes de lucidez enfermiza donde la razón espolvorea una harina amarilla como el azufre para no quedarse empantanada en esa gelatina color canela del delirio que provoca la sed de los largos desvelos. Para cuando la lenta nao del sueño levanta los jirones percudidos del velamen entre el rezongo de jarcias y cabrestantes, ya el oriente acusa la tenue luminosidad de una pervertida madrugada, y en este lado de la oscuridad aun los cartílagos permanecen endurecidos, quebradizos, esperando las apariciones de engendros ameboides con sus verdes cristalinos que hieren las corneas con sus agujas clorofílicas, de lampreas de piel viscosa que después son boas constrictoras y después cocodrilos marinos o gaviales del Ganges, flotando panza arriba en un río de aguas densas y casi detenidas por la obstinada somnolencia, de reptiles cretácicos de colores extravagantes y grandes ojos muy negros como esferas de obsidiana, de hermosos escarabajos tornasolados y fétidos, de la estampida de bisontes en pánico que se despeñan furiosos desde la alta meseta lunar para ir a estallar contra las gigantescas estalagmitas calcáreas que surgen desde el piso de la caverna iluminada por la teas de los penitentes de la procesión de la Virgen de Todas las Misericordias que siguen pasando sin solución de continuidad a pesar que por el ventanal ya se distinguen las copas de los árboles y los vuelos circulares de los jotes de cabeza colorada que vienen a limpiar las calles vacías e inundadas de la ciudad muerta de los cadáveres de las ratas aplastadas en la estampida de los bisontes. Por entonces se abren los ojos adoloridos tratando de lagrimear para que escurra de ellos el vidrio molido de la larga noche y tragando saliva para disolver el sabor ácido de los tubérculos de la yuca que son los que engendran las peores pesadillas. Vale.

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