miércoles, 30 de junio de 2010

FRACTALES

El gusto neobarroco por el monstruo no deforme o multiforme, sino informe, amorfo, metaforiza y metaboliza la violencia cultural de todo proceso. (i)


Amanece. Sobre un fondo de negro terciopelo surgen bellísimos y extraños objetos que parecen geométricos pero son demasiado irregulares para ser descritos por la geometría euclidiana, la hiperbólica, la elíptica o la riemanniana, maravillosos y misteriosos brotes de perfectos helechos desenrollándose en su silencioso crecimiento circinado de los frondes, de los megafilos de prefoliación circinada, desplegándose como atardeceres tormentosos, como lentos e infinitos en numero y extensión reptiles desflecados y multicolores, un tumulto retorcido pero perfectamente intrincado de serpientes en celo, de larvas revolcándose sobre un cadáver putrefacto, de lombrices fornicando en el humus bajo la lluvia, de espirales curvándose sobre si mismas pero sin alcanzar nunca su sumidero, su atractor extraño. Allí están como en una jungla lluviosa el grafo de la función de Weierstrass, el copo de nieve y la curva del dragón de Koch, el triangulo y la alfombra de Sierpinski, el conjunto de Mandelbrot y los conjuntos de Julia, el polvo de Cantor, la curva de Peano, y la esponja de Menger, el sustancia bifurcacional de Lyapunov junto al movimiento browniano y el vuelo de Lévy, también algunos dibujos de Escher, porque el arte describe los sueños y las pesadillas con la siniestra perfección de la naturaleza, las matemáticas o la filosofía. Surgen las formas de las nubes, las siluetas de los cordones de montañas, el sistema circulatorio, las líneas costeras y los copos de nieve, el brócoli, la coliflor y la cáscara-armadura de la piña, el intrincado ramaje de un árbol, la traza luminosa de un relámpago, la vistosa cola del pavo real, las helicoidales cámaras internas de la caparazón del nautilus, la cubierta calcárea del erizo de mar, las nervaduras de las hojas de las dicotiledóneas, los deltas de los grandes ríos, los sistemas radiculares, las escamas de un pez, una red hidrográfica, la tela de una araña y las intersecciones visibles en los élitros de un insecto, la red de canales de Marte tristemente imaginada por Lowel, las retracciones del barro seco, las trizaduras invisibles de la porcelana tras ser esmaltada, las sendas trazadas en el suelo por las hormigas, los oleajes vistos desde los acantilados, los cristales maclados de la aragonita, la fluorita, la selenita, la cianita y la barita, del cuarzo tibetano y los cristales de la moldavita y las tectitas, también las perfecciones subterráneas de las estalagmitas y las estalactitas. Cada figura, dibujo, superficie o cuerpo posee infinitos detalles a cualquier escala de observación, son autosimilares, exacta, aproximada o estadísticamente, pueden definirse mediante un simple algoritmo recursivo aunque su dimensión de Hausdorff-Besicovitch es estrictamente mayor que su dimensión topológica. En verdad su dimensión no es un número entero sino un número generalmente irracional. Y siguen y siguen naciendo y creciendo, desarrollándose a partir de una figura-semilla inicial, sobre la que crecen series de sencillas construcciones geométricas. El día llegará en que ocupen todo el universo, porque este amanecer continuo de infinitos tintes y formas no tiene dimensión temporal y todo sucede como en un Aleph. Y es que esta selva otoñal chestertoniana (ii) de innumerables y anónimos colores, parece pertenecer a aquel mundo de David Hume, que es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto (iii). Alguien, transparente e innombrable, cree reconocer por entre las enmarañadas figuras la sonrisa irónica de monsieur Henri Poincaré. Vale.


Notas bibliograficas.-

(i) Monstruos. Alonso Miranda. En República de Platón Nº 38, 1994.

(ii) G. F. Watts. G. K. Chesterton, 1904. (*)

(iii) Dialogues Concerning Natural Religion. David Hume, 1779. (*)


(*) En El Idioma Analítico de John Wilkins. En Otras Inquisiciones. Jorge Luis Borges, 1952.



lunes, 28 de junio de 2010

FRACTAL

“Si crees que comprendes, nunca avanzarás”

Benoît Mandelbrot


Fractal es un objeto irregular que tiene ciertas propiedades, en primer lugar la de "auto-similitud" que consiste en estar formado por partes también irregulares que, si son aumentadas de tamaño, se muestran prácticamente iguales a su "todo" y a su vez están formadas de partes mas pequeñas con la misma propiedad -que se conoce como "reiteración"- y así sucesivamente; aceptándose la existencia de entidades fractales puramente abstractas, caso en el cual la reiteración puede ir hasta el infinito en cualquiera de las dos direcciones de magnitud, decreciente o creciente. Fractal es una estructura que satisface alguna(s) de las propiedades siguientes: posee detalle a todas las escalas de observación; no es posible describirla con Geometría Euclidiana, tanto local como globalmente; posee alguna clase de autosemejanza, posiblemente estadística; su dimensión fractal es mayor que su dimensión topológica; el algoritmo que sirve para describirla es muy simple, y posiblemente de carácter recursivo. Un fractal es un conjunto matemático que puede gozar de autosimilitud a cualquier escala, así pues si hacemos un aumento n, el dibujo resulta igual al inicial, luego las partes se parecen al todo, y además su dimensión no es entera o si es entera no es un entero normal. Fractal es un objeto geométrico que resulta de aplicar una técnica matemática para describir y comprimir en gran parte imágenes, especialmente objetos naturales como árboles, nubes y ríos, convirtiendo una imagen en un conjunto de datos y un algoritmo para expandirla nuevamente a su tamaño original. Fractal es un ente geométrico el cual en su desarrollo espacial se va reproduciendo a si mismo cada vez a una escala menor, de manera que si observamos una lupa, una parte cualquiera del mismo, ésta reproduce a escala menor la figura total del fractal. Fractal es una estructura cuya característica común es que su entidad esta construida por la repetición o iteración de un proceso dado, haciendo esto que, independientemente de cómo la observemos, exista una autosemejanza, una similitud entre sus aspectos. Fractal es una figura plana o espacial que está compuesta por infinitos elementos, y cuya principal propiedad es que su aspecto y distribución estadística no varía de acuerdo a la escala con que se observe. Fractal es un objeto sucesivamente semejante a sí mismo que posee la propiedad de que cada pequeña porción de el puede ser visualizada como una réplica a escala reducida del todo. Fractal es aquel objeto cuya creación depende de reglas de irregularidad o de fragmentación, y que permite describir fenómenos complejos que no son explicables por métodos matemáticos tradicionales. Fractal es un conjunto u objeto cuyo tamaño se hace arbitrariamente mayor a medida que la escala del instrumento de medida disminuye. Fractal es una entidad geométrica cuya estructura se repite en cada una de sus partes, y en las partes de sus partes. Fractal es un objeto con tamaño y orientación variables y que en cada instante tiene un aspecto similar al anterior. Fractal es, matemáticamente, una figura geométrica que es compleja y detallada en estructura a cualquier nivel de magnificación. Fractal es un objeto semigeométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas. Fractal es un conjunto cuya dimensión de Hausdorff-Besicovitch es estrictamente mayor que su dimensión topológica. Fractal es aquella cosa de incalculable complejidad que posee longitudes infinitas dentro de áreas finitas. Fractal es un objeto geométrico cuya estructura básica se repite en diferentes escalas. Fractal es una figura cuya dimensión topológica es menor que su dimensión fractal. Fractal es todo aquello autosemejante a todas las escalas en infinitos detalles. Fractal es una figura geométrica autosimilar frente a cambios de escala. Fractal es la representación geométrica de la teoría del caos.



DE LA GRAN TRIBULACION

(Apocalipsis 17:3-7, 18:4-5, 22:18-19)

...pero no me importó porque el púrpura y el escarlata de sus vestidos encendían aun más los fulgores carnales de sus pecados y yo pecador perdido sin perdón para siempre lo único que deseaba era hundirme y beber, beber y ahogarme en el cáliz de oro lleno de su sangre y su saliva y sus fluidos hirvientes y sus aguas de perdición, y vi el nacarado tierno de su cuerpo vestido solo con oro y piedras preciosas y perlas, y ella ebria de la vida que se toca y que duele, me llamaba, me atraía hacia un túnel sagrado, y vi sus siete cabezas, vi sus diez cuernos, y vi la muerte sobre pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas, vi muerte y sangre, dolores y males y plagas, y no me importó, porque la anilina de sus ojos me envolvía en el tul de su piel perfumada, ardiente y cercana, y fui más ciego al mal que enemigo del bien, y fui sordo a la voz del cielo de mentira, y a los votos de abstinencia de monje adusto y consagrado, así sumergido al fin en ese liquido primordial de sangre, leche, saliva, sudores y lagrimas y orines y licores sexuales, esas aguas vivas que me llevaron la vida buscándolas para aplacar mi sed de ser parte de el Todo que me prometieron en el Paraíso, y sentí que mi cuerpo inmerso en la tierna turbiedad de ese vino voluptuoso se iba involucionando sobre si, curvando sin dolor ni conciencia, mis piernas se encogían con las rodillas al pecho y las manos en oración hacia el rostro, bajando la cerviz y cerrando los ojos, y supe que en ese cenote tibio y urgente, lleno de los aceites y brebajes de la Gran Ramera que no eran el vinagre fétido de todos mis pecados, yo no estaba muriendo sino volviendo al origen materno, entendí que esa cálida densidad animal era en verdad sus íntimos caldos uterinos, que estaba de regreso al único lugar donde el Universo tenia sentido, y asombrado intuí que era el fin de la búsqueda, del camino, y del Tiempo. Y fue esa mi revelación. Creo recordar que con el pavor desesperado de los que alcanzan a ver la Luz, quise borrar con el codo los oscuros escritos que me habían llevado a ese divino dzonot, pero vino la Palabra de Juan el Evangelista dicha en su propia Revelación y dijo; “Si alguien hace una añadidura a estas cosas, Dios le añadirá a él las plagas que están escritas en este rollo; y si alguien quita algo de las palabras del rollo de esta profecía, Dios le quitará su porción de los árboles de la vida y de la santa ciudad…”, y comprendí que ya era tarde para todo. Y ahora estoy cerrando otra vez los ojos y dejándome morir para apurar el goce de los últimos estímulos vitales de estas las aguas sagradas de Babilonia la Grande.

sábado, 26 de junio de 2010

CARTA A LA DIOSA IMPURA

Te escribo desde el rincón más oculto de tu propio insomnio, desde la penumbra de tus sueños secretos, desde la honda caverna de tus instintos. Porque solo ahí existo, solo en tus sueños, de noche, al borde del lecho de fuego donde la madrugada te encuentra despierta buscando en tus memorias una imagen, un roce, un latido cercano que te acurruque en ternura y en pasión, en dulces murmullos y en sofocados grititos, en ardientes caricias y en eróticos abrazos, piel contra piel, carne en la carne, sudores que se comparten en la oscuridad húmeda, olorosa de sexo desatado, voces arrulladoras que abren las puertas y los cuerpos, desnudos, ansiosos, y entonces soy en tu sueño el que buscas, y te entregas rendida, anhelante, y en la espesura de la selva de tus instintos soy león y macho, soy gesto y fuerza, soy tierno y vibrante, a tu gusto, a tu placer, a tu modo, como el mismo sueño que en ti soy. He leído y releído tus cartas, explorando, buscando, mirando lo que dices y también en las penumbras de las entrelineas, de lo que no dices pero esta ahí, y ha sido como entrar en tus laberintos más profundos, en tu baúl de secretos, y he sentido celos, furiosos celos de los hombres que te poseyeron, que alcanzaron tu piel perfumada, que bebieron en tu rincones íntimos, que se hundieron en ti envueltos en tus deseos fingidos, que escucharon tus falsos susurros ansiosos, tus quejidos contenidos y tus grititos de placer… ah! que deliciosos y apasionados y terribles celos siento por esos fantasmas, pero también leyendo en las entrelineas de tus palabras reviví cada detalle, cada intensidad, y fui el primero y el ultimo, fui ese, este, aquel, y fui cada uno de esos amores de la lista de espera, y fui todos tus hombres, fui mis propios enemigos en ti; fui artistas, empresarios, políticos, presidentes, dictadores, generales y almirantes, fui victoriosos seductores engañados y también humillados pordioseros de tu cuerpo de estatua inalcanzable, y poseí tu cuerpo estremecido cada una de esas veces en que te entregaste por amor, por pasión, por sexo o simplemente por lánguida soledad…! Sí, leo y releo y hurgo en tus escritos... ya te enviaré un compendium de los fragmentos de tus laberintos que más me han dolido y excitado a la vez. Sí, mis celos son como heridas purulentas que bajo una costra inofensiva esconden sus venenos, su dolor sordo, su furia mortal…, son violentos como todo lo mío. Tú lo sabes. Mas no puedo evitar el sentirte intensamente en todo mi ser, invasiva, delicada, mía. Desde un rincón en penumbras te miro, te observo con ojos perversos, miro a mi hembra, a mi madre, a mi amante, a la mujer que me dejo entrar en sus laberintos para ella entrar en los míos. Soy el predador o una presa más? o ambos a la vez?, o esto es la comunión sublime de dos almas perversas que se buscaron por los siglos pero siempre por los lugares equivocados para evitar este infierno de sabernos imposibles a pesar de todo el amor derramado?

MUY BREVE HISTORIA DEL ORIGEN

En el principio fue el tiempo, solo tiempo y la nada. En ese devenir del tiempo donde la nada sucedía. El tiempo fatigado sucediendo en oleadas, llenando el espacio absolutamente vacío que es casi la nada. Y en algún instante primitivo esas ondas de tiempo inútil colisionaron. Era inevitable. Primero aquí, en un extremo alejado y oculto de ese vacuo universo, luego en incalculables puntos a lo largo, ancho y alto del espacio. Las colisiones fueron sucediendo innumerables. Iban dejando leves cicatrices en esa nada. Por ultimo debió llegar el día en que unas pocas de esas trizaduras se unieron, y vino un destello como un relámpago de dimensiones inimaginables, y hubo inevitable la energía. Ahora un infinito espacio vacío, donde la energía fluía lenta y continua como inmensas flamas invisibles. En algún momento del tiempo la energía condescendió a materia. En el inicio fueron pequeñísimos corpúsculos de un algo que tiraba a materia. Infinitesimales puntos de una densidad imperceptiblemente mayor que la nada. Con el tiempo, todo el tiempo necesario, las acumulaciones probabilísticas de estos coágulos evasivos cristalizaron en unos gránulos inertes. Debieron estar millones y millones de años girando en torbellinos desmesurados, arrastrados una y otra vez por inconmensurables flujos electromagnéticos, por las lentas y densas turbulencias de una energía que se resistía a dejar el caos. Pero he aquí que llegó a venir el cosmos. Gránulos que colisionando van a ser granos de granos más grandes, partículas inestables, meras pruebas de materias aun inservibles. Luego aisladas moléculas, que volvían una y otra vez a colisionar, a fusionarse, a volver a desintegrarse. El crisol de las probabilidades, el yunque donde ese caos va escalando a este cosmos. Un día hay un polvo esparcido por el entero universo. Materia disgregada y cansada buscándose. Un enjambre de fuerzas gravitacionales y energías desperdigadas, intentando ordenarse, coludirse en un orden más cómodo. Ese polvo definitivo y eterno, esparcido en este universo sin tiempo, deviene en piedra inverosímil, en agua fundamental, en los sutiles vapores omnipresentes. Esa materia va cruzando los eones, siempre cambiante, asumiendo indeclinable los azares de los ciclos infinitos de todos los tiempos. Por fin las estrellas, los cúmulos, los soles atrapando sus propias aglomeraciones de piedras muertas, los planetas silenciosos girando inconmovibles en torno a esos soles iniciales. Se apagan lentamente algunos de esos cúmulos resplandecientes, ya hay un nuevo universo. Viene la fiesta inicial del primer amanecer, y las nubes que traen la primera lluvia con sus ríos y sus océanos. Hasta el día inevitable en que el fango primordial comenzará a construir la semilla de la sutil supervivencia que comienza a habitar pequeños grumos de la materia. Ese orden no entrópico, mínimos cosmos que laten, se mueven, se reproducen. Ese orden extraño y asombroso; la vida.



GIRACIONES IMPOSIBLES

Un denso bosque de husos difusos y zumbadores. Estilizadas bailarinas con románticos tutús, vaporosos y largos como rosas invertidas danzando sobre espejos frente a paredes de espejos, repetidas en sus pirouettes en los infinitos cristales. Rotohedros de siniestros ejes que no parecen girar y sí giran impasibles, traicioneros. Giróscopos que soportan naves invisibles con su misteriosa inercia inviolable. Girantes poliedros, girosos cilindros, discos girostosos. Vueltas, giros, aspas. Giroseantes y ululantes monstruos borrosos soberbios en sus perfectas simetrías rotacionales. Siseantes discógiros, zumbidos poliédricos, susurros cilíndricos, siseos girocosos de antigiros especulares. Rotopercusiones. Potentes toros de revolución. Sorprendentes fuerzas inerciales, centrípetas o centrifugas. Torneados esmeriles verticales susurrando inmutables. Pirinolas, trompos, trompo bearing, peitschenkreisel, trompo cuspe, trompo sedita y trompo cucarro, trompo cascareto, peones, peonzas, trompos taguas girando y girando dormidos sin nutaciones, eternos y perpendiculares. La suma de sus charrientos colores girantes tiende a un blanco sucio y miserable. No trompetas ni girondos ni giraldas ni menos stromboleanos. Solo giros, giros, giros. Todo yira, yira, mientras allá lejos, un otario cansado ladra impertérrito sin girar.



jueves, 24 de junio de 2010

EL ENTOMON

El embrión del éntomon se desarrolla en un huevo con forma de barril y de un color que va del blanco grisáceo al crema. Allí una especie de larva va creciendo en su interior por años hasta que eclosiona y su primer alimento es el cascarón. En los primeros días el breve monstruo tiene forma de gusano y pasa por cinco estadios larvarios en los cuales va aumentando de tamaño. Las larvas del primer estadio tienen franjas transversales de color negro, amarillo y blanco y se dedican únicamente a comer los brotes de las glicinas. En su segundo estado larvario tiene forma de un acaro gordo y tornasolado que lanza infinitos y pequeñísimos destellos esmeralda cuando se mueve. Su alimentación entonces son las babas frescas del caracol de las viñas. Los dos estadios siguientes, el tercero y el cuarto, los pasa succionado la savia de la mandrágora y son medusiformes, ambas larvas de un intenso color negro aterciopelado, y se distinguen porque el tercer estadio posee una fina línea anaranjada en el borde del ectodermis, quizás correspondiente a un muy primitivo anillo nervioso externo. El ultimo estadio es un horrible gusano color sangre seca, con muchas cerdas ocres en todo el cuerpo. Se alimenta de las larvas de la efímera y tiene un insoportable olor a alcanfor. En cada muda, el exoesqueleto viejo se rompe y sale la larva del siguiente estadio, esta forma un nuevo exoesqueleto suave que se va expandiendo por la presión sanguínea y que posteriormente, por acción química, se endurece. Cuando va a convertirse en crisálida, la larva deja de comer y elimina lo que le haya quedado de alimento en su tracto digestivo, elimina el último exoesqueleto viejo de larva y permanece inmóvil. La crisálida es gruesa, con forma oval, de color verde pálido a verde azulado, con manchas doradas y negras. Se esconde pegada cabeza abajo en los troncos y hojas de las plantas, donde se adhiere por medio del cremáster, un hilo grueso de seda que se encuentra al final del abdomen. Aunque es aparentemente inactiva y no se alimenta, en su interior van ocurriendo mágicos y complejos procesos bioquímicos. Los tejidos de la larva son disueltos mediante histolisis hasta convertirse en una densa sopa molecular, un denso liquido producto del gusano que se ha deshecho por completo. Luego esa masa primordial es utilizada en la histogénesis para el desarrollo de las estructuras adultas. Durante este proceso el intercambio gaseoso entre el dióxido de carbono y el oxígeno continúa a través del sistema traqueal, pero el organismo no se alimenta ni elimina desechos. Sin embargo, produce ácido úrico como desecho el que almacena en forma cristalina para luego ser eliminado como orina seca cuando se encuentre en su forma adulta, de esta manera se evita la pérdida de agua. La producción de ácido úrico como desecho nitrogenado es otra de sus adaptaciones para la vida en la tierra, ya que es menos tóxico que el amonio o la urea. Cuando se acerca la hora de que el imago emerja, se obscurece y su cubierta permite ver al engendro, pudiéndose percibir un misterioso color fucsia. El imago recién salido usualmente es de color pálido, sus membranas son suaves y están plegadas. Después de un tiempo, de aproximadamente cuarenta minutos, los tegumentos se expanden, se endurecen y la coloración ha adquirido su tono final. La vida del imago depende de la suerte que corra, es decir, si va a realizar migraciones, si es víctima de un depredador o de las condiciones climáticas, o si muere simplemente de viejo. El monstruo posee la inquietante capacidad de diapausa, un estado fisiológico de dormancia, y puede alargar el tiempo en determinado estadio, que por lo general es el de crisálida, para sobrevivir hasta que las condiciones ambientales sean las adecuadas. La ausencia de alas y patas lo obliga a permanecer en el mismo lugar donde se transformó de crisálida en imago. Su reproducción se realiza por partenogénesis, por lo que no necesita que haya unión de ambos sexos.

EL ZOCALO

El zócalo esta hecho grandes lozas de piedra granítica canteada perfectamente para que sus junturas quedaran selladas al agua de todas las lluvias. Sobre esta base los arquitectos del imperio erigieron el primer templo. Eligieron lajas de basalto tan fino que una vez pulidas los muros parecían haber sido construidos con cientos de negros espejos. Y cada uno de los veintiocho dioses fue esculpido en el mismo basalto pero sin pulir para que nadie se reflejara en ellos. El templo permaneció allí por seiscientos cuarenta años y en el fueron degollados miles de enemigos vencidos, y con su sangre se pintaron miles de veces las paredes interiores de la cúpula. Las raspaban una y otra vez para pintarlas nuevamente una y otra vez en los días de la guerra florida. Pero llegaron los malos tiempos, y con ellos los pequeños dioses de piel de metal azul y espadas de fuego. Lo primero que hicieron los conquistadores fue derrumbar las altas murallas. Tal como relatan las antiguas cartas del imperio, ellos destruyeron el templo. Fragmentaron el sagrado basalto de los dioses [y no hubo sangre]. Con sus rencorosos ojos hicieron espejos de obsidiana. Eran muy altos y pálidos y con un extraño temor adoraban un Signo. Su ansiedad del oro los obligaba a castigarnos. Vencidos, nos obligaron a construir el segundo templo con las mismas lajas de basalto espejeante y sobre el mismo zócalo. Durante esos soles las lluvias se vinieron a trasmano de la Luna y ajenos sueños de un escorpión cristalizado humillaron a los sacerdotes y a los príncipes por muchos días. Llantos y dolores surgieron en las húmedas sombras de las selvas [pero no hubo sangre]. Terminamos el segundo templo y ellos trajeron el Signo entre cánticos y extrañas plegarias. Esa noche huimos hacia el horizonte como las aves del invierno, sabíamos que allá el dios rojo nos esperaba con ternura, y después supimos que también con miedo. El dios rojo nos escuchó en silencio y lloró porque el dios rojo supo que no era invencible. Ellos sacaron los mastines de sus jaulas y nos siguieron equivocados por entre las junglas y los manglares porque no conocían el sendero del horizonte. Caminaron sus leguas guiados por imaginarias figuras en las estrellas, comieron las monstruosas iguanas sin miedo. Bebieron sedientos en los sucios charcos de la noche, donde el coyote y el búfalo habían orinado. Luego ensangrentaron los senderos del agua. Sigilosos amanecieron llorando la nostalgia de una tierra reseca y tan lejana que según dijeron para volver a ella necesitaban atravesar el infinito ts'ono'ot de aguas saladas por muchos soles y lunas. Por entonces fue vieron el resplandor del dios rojo y supieron que allí era el horizonte. Nos atraparon implorando al inútil dios rojo y con sus espadas de fuego nos vencieron otra vez. No aplacaron sus furias las ofrendas ni el oro, nos dieron a elegir entre la muerte y la adoración a su Signo. Nos convirtieron así a la fe de ese Signo. Por eso destruimos el templo. Solo dejamos la inmensa sala donde ellos se prosternaban ente el Signo y las habitaciones donde violaron a nuestras princesas. Las antorchas silenciosas iluminan ahora las ruinas de esas grandes habitaciones vacías. El zócalo sigue igual, aun con sus junturas selladas a las aguas de las lluvias y a la sangre de los adoradores del Signo.

viernes, 18 de junio de 2010

Primeras paginas de "El Evangelio según Jesucristo"

El sol muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo,el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, sólo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero esta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.

Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla, y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la composición.

Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo un habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte. Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra la larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios, si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador para aclarar el tono general de la cabellera representada.

No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho, rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del género humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y proponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que se exhibe, que ésta sea la Magdalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones. Sólo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en definitiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluida pues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática.

Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caída hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la última gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en definitiva, éste a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, éste que hace llorar al sol y a la luna, éste que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro. Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorsa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. No goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como queda dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omóplato, pero la calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver, condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado.

Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.

De : “El evangelio según Jesucristo”. José Saramago, 1991.


viernes, 11 de junio de 2010

DESDE EL BOSQUE

La primavera ha iniciado ya sus trabajos. El almendro es un arco florecido de pálido rosado y el ciruelo, bajo la sombra tenue de la palmera, derrama la luz dulce y blanca de su miríada de flores. Los botones de los damascos están a punto de romper en su estallido de un prometido blanco intenso. El más antiguo de los romeros ya ofrece sus flores de pálido violeta. Las chinitas, de fuerte anaranjado, que atravesaron el invierno, asumen la primavera desperdigando el verde extendido de la nueva generación. (Por algunos momentos, se escucha a lo lejos el aria Un Bel Di Vedremos de Madame Butterfly, y es como una brisa que recorre los arbustos a media altura, tocando con suavidad femenina sus pequeños brotes, palpando la vida que late inicial y poderosa). Las aves cotidianas, las tórtolas, los zorzales y los gorriones juegan su maravilloso vicio anual del amor, arriba entre las ramas aun desiertas del gran acacio, o a ras de tierra, entre el pasto verde brillante y las hierbas que intentan, esperanzadas, resurgir otro año en la continuidad de su rito. Los chincoles, mas retraídos, afanan en los comederos, pero también en pareja. El canto de las aves, alegre y caótico, como nostálgico patio de colegio, sobrevive victorioso a la triste voz de Madame Butterfly, y se queda titilando en las copas del acacio, los paltos y el frondoso laurel. El lento oleaje de los eucaliptus acusa las leves brisas de esta premonición de primavera. Solo en algunas hojas manchadas de ocres y amarillos de los naranjos, aun cargados de sus pequeños soles de atardecer, se reconocen los últimos rastros del otoño vencido. Los senderos plateados de los caracoles que recorren dibujando en enigmáticos arabescos los muros, declaran la vida húmeda y nocturna que también enciende la primavera. Al fondo en el pequeño estanque los peces anaranjados, lentos y placidos, esperan la tibia madurez del verano. Otras flores, campanitas rojas, racimos amarillos, las tenues trompetillas blanco rosado del tabaco, ya están a la espera de las prometidas mariposas. Las escasas hojas secas que aun permanecen en el suelo o entre el ramaje verde, delatan apenas el oficio de ese otoño ya ido. La tierra húmeda es la escasa memoria del derrotado invierno. La naturaleza con la sabiduría de innumerables centurias, ha iniciado su cátedra anual de botánica. Hay una ausencia manifiesta, el picaflor, que pasó el invierno al abrigo de este bosque mínimo, ya ha partido por mejores flores. En sus húmedos rincones, la pasionaria y las hiedras esperan su turno, ávidas de extender sus verticales dominios. La higuera, desnuda, espera. Los pinos, silenciosos, adustos, quietos, muestran la serenidad ancestral de los que saben que poseen el tiempo. El musgo, que vehemente ha invadido toda humedad, se resiste a aceptar la abrumadora primavera, y vierte su verde suave en el esplendor de los muros de adobe, entre las piedras, y en toda superficie cobijada de los soles iniciales. Los sauces inician su alegría con sus pequeñísimas chispas verdes. El aromo de hoja larga, avisa con sus esferas de un apenas amarillo pálido que su esplendor es cosa de días. Hay un ámbito de quietud y a la vez de sagrada y latente esperanza en este personal y muy lejano bosque. El hombre que lo habita, solitario y feliz, sabe que ha perdido ya para siempre el rumbo del retorno, entonces se adentra mas y mas en el verde laberinto, que es, así lo reconoce, imagen especular del laberinto de su alma e intimo reflejo de sus propios sueños.



martes, 8 de junio de 2010

EL CASTILLO DEL VIZCONDE

“Faltar pudo su patria al grande Osuna,

Pero no a su defensa sus hazañas;”

Al Duque de Osuna, Don Pedro Girón

Francisco de Quevedo y Villegas


En lo alto de una colina de duros riscos de basalto se exhibe inhiesto y desafiante un vetusto castillo con su foso, la cerca y su adarve, la muralla y sus torreones, la torre del homenaje, el patio de armas, la barbacana y la liza. Al oriente en la dirección de la Meca y contra un mar donde nunca se vieron naves, hay un estilizado minarete, donde los mas viejos creen recordar se escuchaban las cinco llamadas diarias a la oración de un invisible muecín. En las tardes la sombra del alminar se proyecta como una espada sobre las desoladas arenas de un desierto infinito. Desde la torre principal se mira al sur el caserío de chozas de los vasallos que pagaban sus tributos con la virginidad de sus hijas en el humillante derecho a pernada. Al norte un río turbulento de aguas azules y espumeantes en invierno, pero que en el estiaje son lentas, verdosas e inmutables, y al poniente las suaves lomas de los extensos viñedos de la airén y la cariñena. Es la morada del Vizconde con sus doradas jaulas de cetrería, las oscuras perreras de sus galgos y las cuadras de sus soldados muertos. Abajo el salón de las joyas y sala de esgrima, mortal afición del Vizconde que abandonó después que en un combate de adiestramiento mató de genial estocada de florete a su maestro de esgrima el Barón de Monterías. Desde esa fecha la estancia solo sirvió para lucir las armas derrotadas de sus enemigos. En el austero dormitorio del castellano el piso esta cubierto con pieles de leones de Abisinia, panteras de Sumatra y tigres de Bengala, hay un espartano lecho militar y un taburete hecho con los huesos y el cuero del caballo del emir Abd al-Rahmán, nada más. Al lado está el adornado dormitorio de la Baronesa que vivió en mancebía por treinta años y que murió de la misma peste negra que trajeron los soldados victoriosos cuando vinieron a morir en el patio de armas de su amado Señor. En el entrepatio se encuentra la cisterna donde se acumulan las aguas lluvias, la sala cinegética con las cabezas encornadas de animales conocidos y desconocidos, y al fondo la cabeza de un licántropo con los colmillos de cuarzo transparente. También hay una suntuosa capilla con la reliquia mas sagrada forjada por herrero alguno; uno de los clavos de la cruz, y frente a altar donde nunca que se sepa se ofició misa el sarcófago de piedra con la escultura yacente del Vizconde con sus manos sobre su pecho sujetando la temida y famosa espada Arconga, templada con el fuego de maderas de olivos traídos de Jerusalém y la leche materna de doce siervas elegidas por su núbil belleza, en la fragua donde se templaron las espadas que cortaron las cabezas necesarias para vencer a los moros en la ultima cruzada. la octava, cuando la peste acabó con San Luis IX, Rey de Francia, y gran parte de su ejército en Túnez. No tuvo descendencia ni se le conoció familia. Cuando murió nadie lo supo, sino hasta después de un año sin humo en las chimeneas, el portalón siempre cerrado, sin movimientos en las almenas ni los cánticos del almuédano en el desolado minarete. Y cosa nunca vista, el pendón con su león dormido ondeando hecho jirones por el viento y percudido por las lluvias del invierno. Entonces sus vasallos se atrevieron y entraron al castillo, al principio temerosos, después ávidos y por ultimo felices como esclavos liberados, y lo saquearon con una irrespetuosidad asaz vengativa. Cuando los más impulsivos empujaron el portalón, este estaba sin los cerrojos. Encontraron los esqueletos de los soldados muertos ordenados en hileras y en la capilla el sarcófago de piedra vacío. Todo olía a carne putrefacta, y vieron que en las pesebreras los caballos habían muerto de hambre con las monturas puestas. Desde el patio de armas escucharon los ecos inequívocos de los gritos de los fantasmas torturados que provenían de la torre de las mazmorras mezclados con la dulce música de un clavicordio, también fantasma, que parecía venir de los dormitorios donde alojaban las demoiselles d'honneur de la Baronesa. Las aguas de la cisterna estaban envenenadas y el lecho del Vizconde revuelto como si recién se hubiera levantado. Nunca se encontraron sus armas, excepto la Arconga que su alter ego de piedra aferraba inmóvil sobre su inútil sepulcro. Vale.

jueves, 3 de junio de 2010

CRISTALOMANCIA


“Algunas personas sueñan con la misma pesadilla repetidas veces. Otros sufren pesadillas cuyo contenido cambia a pesar de contener el mismo mensaje.”


Un dragón de hierro y fuego avanza feroz y encendido entre margaritas silvestres y lilas, sus ojos son de translucidas ágatas y sus terribles dientes de cornalina. Su aliento azufroso deja ardiendo las pequeñas flores y el humo perfumado se extiende por el valle como un vaho primaveral. Entre las matas se escurre asustada una serpiente de cobre hacia los umbríos macizos de lirios que se derraman hacia la quebrada donde un arroyo de aguas cristalinas orada las vetas de verdeantes esmeralda y lechosos cuarzos que como oleajes congeladas soportan la herida surcante de las aguas. Un caballo de azogue huye brioso y corcoveante en el aire de rosas petrificadas, sus cacos de berilo sacan chispas brillantes de los cascajos de topacios que empedran el sendero de mulas que sube también serpenteando hacia las grises montañas. En los altos riscos de las grises montañas una cabra de plata se alimenta tranquila y lejana al tumulto del dragón en las pozas de agua donde crecen misteriosos lotos de altura. Unos rodados de selenita reflejan la Luna trizada que se esconde a intervalos entre los altos nublados de las primeras lluvias. Desde lejos son solo colores, los rojos del carmín y el escarlata, y del rojo vino, muchos ocres y verdes, verde jade, verde bar, amarillo, amarillo verdoso, anaranjado, castaño rojizo y plateado. Azules, azul, azul verdoso y azul oscuro, azul eléctrico y azul marino, índigo. Gris, negro y dorado. Tras cartón un mono de oro juegas sus infantiles locuras entre alelíes y amapolas. Brillantes túmulos de nidos de flamencos engastados en rubíes y ámbares se hunden en las aguas hipersalinas de las lagunas altiplanicas bajo un sol implacable levantando vapores perfumados de inciensos y almizcles. Campanillas entre jazmines mimetizan un gallo de hidrargirio que picotea las olivinas buscando topacios y jaspes. La muerte ronda con sus tonos oscuros las victimas que necesita la noche antes de que el gallo cante tres veces. Sus pasos van dejando marcas dinosáuricas en los espantosos basaltos mercuriales. Un perro de cobre ladra a la noche y en el sigilo mortecino del aire una voz mesiánica confirma que el frío de la noche tenía incrustaciones de violetas (*). Las clavelinas de una infancia irrecuperable vencieron a los jacintos, y las aguamarinas reflejaron infinitos Venus para que la tristeza no invadiera aquel valle sagrado. Antes del orto o después del ocaso un cerdo de agua que hoza los charcos barrosos de hematíes, gruñe y escarba buscando las trufas entre las miríadas de pétalos muertos de flores cerezos. No hay otro ruido que el tintineo de las lágrimas de malaquita que lloran las gárgolas en los abandonados campanarios. Hay un bosque, ultimo reducto de los descendientes de los árboles fósiles de Hacinas, altas araucarias, robles, magnolios florecidos y álamos, abetos, acacias y oloroso pinos, chopos, enebros, sensuales sauces, bojes, hayas y tenebroso cipreses. Orquídeas, gladiolos y narcisos, y una rata de bruñido estaño royendo las pilastras que soportan el último templo del fuego. Los engastes de turquesas y lapislázuli de los minaretes refulgen victoriosos de esta secreta Intifadah. Un buey y un tigre de plomo yacen bajo la eclíptica destrozada, donde solo giran fragmentos de un Saturno negro, un Urano azul y un Neptuno verde. Un conejo estañado brilla en ciertas aguas y naufraga. Lo demás son jardines desaforados de madreselvas, cimbalarias y magnolias, de gardenias y dalias y azaleas, rodeados de un desierto donde los minotauros obtienen sus ónices, obsidianas y ópalos, y los centauros sus zafiros, zircones y amatistas violetas. Después hay una franja de silencio como un desierto transparente. De ahí al mar solo hay estremecidos pedregales de lajas metamórficas hasta la misma orilla. Vale.

* Pequeño relato de fantasía. Francisco Antonio Ruiz Caballero. 4 de Ene, 2006.