martes, 8 de junio de 2010

EL CASTILLO DEL VIZCONDE

“Faltar pudo su patria al grande Osuna,

Pero no a su defensa sus hazañas;”

Al Duque de Osuna, Don Pedro Girón

Francisco de Quevedo y Villegas


En lo alto de una colina de duros riscos de basalto se exhibe inhiesto y desafiante un vetusto castillo con su foso, la cerca y su adarve, la muralla y sus torreones, la torre del homenaje, el patio de armas, la barbacana y la liza. Al oriente en la dirección de la Meca y contra un mar donde nunca se vieron naves, hay un estilizado minarete, donde los mas viejos creen recordar se escuchaban las cinco llamadas diarias a la oración de un invisible muecín. En las tardes la sombra del alminar se proyecta como una espada sobre las desoladas arenas de un desierto infinito. Desde la torre principal se mira al sur el caserío de chozas de los vasallos que pagaban sus tributos con la virginidad de sus hijas en el humillante derecho a pernada. Al norte un río turbulento de aguas azules y espumeantes en invierno, pero que en el estiaje son lentas, verdosas e inmutables, y al poniente las suaves lomas de los extensos viñedos de la airén y la cariñena. Es la morada del Vizconde con sus doradas jaulas de cetrería, las oscuras perreras de sus galgos y las cuadras de sus soldados muertos. Abajo el salón de las joyas y sala de esgrima, mortal afición del Vizconde que abandonó después que en un combate de adiestramiento mató de genial estocada de florete a su maestro de esgrima el Barón de Monterías. Desde esa fecha la estancia solo sirvió para lucir las armas derrotadas de sus enemigos. En el austero dormitorio del castellano el piso esta cubierto con pieles de leones de Abisinia, panteras de Sumatra y tigres de Bengala, hay un espartano lecho militar y un taburete hecho con los huesos y el cuero del caballo del emir Abd al-Rahmán, nada más. Al lado está el adornado dormitorio de la Baronesa que vivió en mancebía por treinta años y que murió de la misma peste negra que trajeron los soldados victoriosos cuando vinieron a morir en el patio de armas de su amado Señor. En el entrepatio se encuentra la cisterna donde se acumulan las aguas lluvias, la sala cinegética con las cabezas encornadas de animales conocidos y desconocidos, y al fondo la cabeza de un licántropo con los colmillos de cuarzo transparente. También hay una suntuosa capilla con la reliquia mas sagrada forjada por herrero alguno; uno de los clavos de la cruz, y frente a altar donde nunca que se sepa se ofició misa el sarcófago de piedra con la escultura yacente del Vizconde con sus manos sobre su pecho sujetando la temida y famosa espada Arconga, templada con el fuego de maderas de olivos traídos de Jerusalém y la leche materna de doce siervas elegidas por su núbil belleza, en la fragua donde se templaron las espadas que cortaron las cabezas necesarias para vencer a los moros en la ultima cruzada. la octava, cuando la peste acabó con San Luis IX, Rey de Francia, y gran parte de su ejército en Túnez. No tuvo descendencia ni se le conoció familia. Cuando murió nadie lo supo, sino hasta después de un año sin humo en las chimeneas, el portalón siempre cerrado, sin movimientos en las almenas ni los cánticos del almuédano en el desolado minarete. Y cosa nunca vista, el pendón con su león dormido ondeando hecho jirones por el viento y percudido por las lluvias del invierno. Entonces sus vasallos se atrevieron y entraron al castillo, al principio temerosos, después ávidos y por ultimo felices como esclavos liberados, y lo saquearon con una irrespetuosidad asaz vengativa. Cuando los más impulsivos empujaron el portalón, este estaba sin los cerrojos. Encontraron los esqueletos de los soldados muertos ordenados en hileras y en la capilla el sarcófago de piedra vacío. Todo olía a carne putrefacta, y vieron que en las pesebreras los caballos habían muerto de hambre con las monturas puestas. Desde el patio de armas escucharon los ecos inequívocos de los gritos de los fantasmas torturados que provenían de la torre de las mazmorras mezclados con la dulce música de un clavicordio, también fantasma, que parecía venir de los dormitorios donde alojaban las demoiselles d'honneur de la Baronesa. Las aguas de la cisterna estaban envenenadas y el lecho del Vizconde revuelto como si recién se hubiera levantado. Nunca se encontraron sus armas, excepto la Arconga que su alter ego de piedra aferraba inmóvil sobre su inútil sepulcro. Vale.

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