jueves, 24 de junio de 2010

EL ZOCALO

El zócalo esta hecho grandes lozas de piedra granítica canteada perfectamente para que sus junturas quedaran selladas al agua de todas las lluvias. Sobre esta base los arquitectos del imperio erigieron el primer templo. Eligieron lajas de basalto tan fino que una vez pulidas los muros parecían haber sido construidos con cientos de negros espejos. Y cada uno de los veintiocho dioses fue esculpido en el mismo basalto pero sin pulir para que nadie se reflejara en ellos. El templo permaneció allí por seiscientos cuarenta años y en el fueron degollados miles de enemigos vencidos, y con su sangre se pintaron miles de veces las paredes interiores de la cúpula. Las raspaban una y otra vez para pintarlas nuevamente una y otra vez en los días de la guerra florida. Pero llegaron los malos tiempos, y con ellos los pequeños dioses de piel de metal azul y espadas de fuego. Lo primero que hicieron los conquistadores fue derrumbar las altas murallas. Tal como relatan las antiguas cartas del imperio, ellos destruyeron el templo. Fragmentaron el sagrado basalto de los dioses [y no hubo sangre]. Con sus rencorosos ojos hicieron espejos de obsidiana. Eran muy altos y pálidos y con un extraño temor adoraban un Signo. Su ansiedad del oro los obligaba a castigarnos. Vencidos, nos obligaron a construir el segundo templo con las mismas lajas de basalto espejeante y sobre el mismo zócalo. Durante esos soles las lluvias se vinieron a trasmano de la Luna y ajenos sueños de un escorpión cristalizado humillaron a los sacerdotes y a los príncipes por muchos días. Llantos y dolores surgieron en las húmedas sombras de las selvas [pero no hubo sangre]. Terminamos el segundo templo y ellos trajeron el Signo entre cánticos y extrañas plegarias. Esa noche huimos hacia el horizonte como las aves del invierno, sabíamos que allá el dios rojo nos esperaba con ternura, y después supimos que también con miedo. El dios rojo nos escuchó en silencio y lloró porque el dios rojo supo que no era invencible. Ellos sacaron los mastines de sus jaulas y nos siguieron equivocados por entre las junglas y los manglares porque no conocían el sendero del horizonte. Caminaron sus leguas guiados por imaginarias figuras en las estrellas, comieron las monstruosas iguanas sin miedo. Bebieron sedientos en los sucios charcos de la noche, donde el coyote y el búfalo habían orinado. Luego ensangrentaron los senderos del agua. Sigilosos amanecieron llorando la nostalgia de una tierra reseca y tan lejana que según dijeron para volver a ella necesitaban atravesar el infinito ts'ono'ot de aguas saladas por muchos soles y lunas. Por entonces fue vieron el resplandor del dios rojo y supieron que allí era el horizonte. Nos atraparon implorando al inútil dios rojo y con sus espadas de fuego nos vencieron otra vez. No aplacaron sus furias las ofrendas ni el oro, nos dieron a elegir entre la muerte y la adoración a su Signo. Nos convirtieron así a la fe de ese Signo. Por eso destruimos el templo. Solo dejamos la inmensa sala donde ellos se prosternaban ente el Signo y las habitaciones donde violaron a nuestras princesas. Las antorchas silenciosas iluminan ahora las ruinas de esas grandes habitaciones vacías. El zócalo sigue igual, aun con sus junturas selladas a las aguas de las lluvias y a la sangre de los adoradores del Signo.

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