viernes, 11 de junio de 2010

DESDE EL BOSQUE

La primavera ha iniciado ya sus trabajos. El almendro es un arco florecido de pálido rosado y el ciruelo, bajo la sombra tenue de la palmera, derrama la luz dulce y blanca de su miríada de flores. Los botones de los damascos están a punto de romper en su estallido de un prometido blanco intenso. El más antiguo de los romeros ya ofrece sus flores de pálido violeta. Las chinitas, de fuerte anaranjado, que atravesaron el invierno, asumen la primavera desperdigando el verde extendido de la nueva generación. (Por algunos momentos, se escucha a lo lejos el aria Un Bel Di Vedremos de Madame Butterfly, y es como una brisa que recorre los arbustos a media altura, tocando con suavidad femenina sus pequeños brotes, palpando la vida que late inicial y poderosa). Las aves cotidianas, las tórtolas, los zorzales y los gorriones juegan su maravilloso vicio anual del amor, arriba entre las ramas aun desiertas del gran acacio, o a ras de tierra, entre el pasto verde brillante y las hierbas que intentan, esperanzadas, resurgir otro año en la continuidad de su rito. Los chincoles, mas retraídos, afanan en los comederos, pero también en pareja. El canto de las aves, alegre y caótico, como nostálgico patio de colegio, sobrevive victorioso a la triste voz de Madame Butterfly, y se queda titilando en las copas del acacio, los paltos y el frondoso laurel. El lento oleaje de los eucaliptus acusa las leves brisas de esta premonición de primavera. Solo en algunas hojas manchadas de ocres y amarillos de los naranjos, aun cargados de sus pequeños soles de atardecer, se reconocen los últimos rastros del otoño vencido. Los senderos plateados de los caracoles que recorren dibujando en enigmáticos arabescos los muros, declaran la vida húmeda y nocturna que también enciende la primavera. Al fondo en el pequeño estanque los peces anaranjados, lentos y placidos, esperan la tibia madurez del verano. Otras flores, campanitas rojas, racimos amarillos, las tenues trompetillas blanco rosado del tabaco, ya están a la espera de las prometidas mariposas. Las escasas hojas secas que aun permanecen en el suelo o entre el ramaje verde, delatan apenas el oficio de ese otoño ya ido. La tierra húmeda es la escasa memoria del derrotado invierno. La naturaleza con la sabiduría de innumerables centurias, ha iniciado su cátedra anual de botánica. Hay una ausencia manifiesta, el picaflor, que pasó el invierno al abrigo de este bosque mínimo, ya ha partido por mejores flores. En sus húmedos rincones, la pasionaria y las hiedras esperan su turno, ávidas de extender sus verticales dominios. La higuera, desnuda, espera. Los pinos, silenciosos, adustos, quietos, muestran la serenidad ancestral de los que saben que poseen el tiempo. El musgo, que vehemente ha invadido toda humedad, se resiste a aceptar la abrumadora primavera, y vierte su verde suave en el esplendor de los muros de adobe, entre las piedras, y en toda superficie cobijada de los soles iniciales. Los sauces inician su alegría con sus pequeñísimas chispas verdes. El aromo de hoja larga, avisa con sus esferas de un apenas amarillo pálido que su esplendor es cosa de días. Hay un ámbito de quietud y a la vez de sagrada y latente esperanza en este personal y muy lejano bosque. El hombre que lo habita, solitario y feliz, sabe que ha perdido ya para siempre el rumbo del retorno, entonces se adentra mas y mas en el verde laberinto, que es, así lo reconoce, imagen especular del laberinto de su alma e intimo reflejo de sus propios sueños.



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