lunes, 15 de junio de 2009

MICRONIRIA

Inmensos radiolarios giran lentamente como inverosímiles soles silicios, iridiscentes y translucidos ocupando el espacio con imponente mansedumbre paquidérmica, esferas perforadas vestidas de finas agujas venenosas, o barrocas coronas de los zares de todas las Rusias, de emperatrices silenciosas, de meretrices multicolores e impúdicas de carnavales en el Rivus Altus. Otros son retruécanos topológicos semejantes a cráneos de reptiles neocomianos, blanco ahuesado con incrustaciones amarillas o rojo ladrillo, hay estrellas pentasimétricas, cruces bizantinas, triángulos inflamados, hinchados a punto de reventar, dagas florentinas, campanillas renacentistas, agujereados tambores vaticanos y oníricas lámparas colgantes, mínimas joyas imaginadas por un orfebre desquiciado, toda una cristalería surrealista que rompe la realidad con sus truculencias insensatas. Giran lánguidos y perfectos en la tibia sopa verdosa, en esa densidad orgánica que se abre y cierra flameando a su alrededor, acariciándolos con la amorosa delicadeza de una madre alienígena. Una bandada de blanduzcos paramecios cruza entre ellos moviendo sus miríadas de cilios, abriendo y contrayendo sus vacuolas como microvaginas en celo, elipses, sandalias, gordas serpientes evanescentes que se retuercen escabulléndose entre la joyería de diamantes carcomidos, evitando las afiladas agujas ponzoñosas. Rápidamente desaparecen en la opacidad verdusca de la suave jalea viva. Los radiolarios inmutables giran sin cambiar ni un ápice sus misteriosas orbitas o sus adormecidas rotaciones. Abajo, la lisa superficie es una arenilla de conchas intraectoplásmicas de foraminíferos arbitrarios, complejas flores quitinosas, cornos retorcidos, amonites de bisutería turca, caracoles involucionados como monstruos prodigiosos, que yacen fosilizados durmiendo en su nacarado muerto, como premonición inevitable de lo que un día serán aquellos soberbios radiolarios que rotan allá arriba, a medias aguas, dejando caer insensibles sus excrementos sobre el quieto cementerio calcáreo. Hay un eco de apagados cloqueos y un siseo acuoso que se acerca en la brumosa verdosidad, y de pronto el espacio entrerradiolarico se llena de cristalinas diatomeas, con sus bellos y ornamentados frustulos de dióxido de silicio hidratado titilando en sus transparencias fantasmagóricas. Las valvas asimétricas se abren y cierran expulsando un líquido mefítico que disuelve las puntas de las agujas de los radiolarios. Poseen exactas geometrías radiales o bilaterales, y en ellas la perfección minuciosa de los exquisitos arabescos de los sutiles enrejados de la Alhambra. El enjambre como una nube de langostas avanza rápido e implacable, disolviendo, chocando, rompiendo todo lo que encuentran a su vertiginoso paso. Dejan una estela de fragmentos de radiolarios cayendo hacia las profundidades y desaparecen hacia la glauca penumbra. Un sabor a deliciosos nutrientes se difunde por la verde sopa primigenia, sangran las resplandecientes criaturas, las linfas de esos inverosímiles soles silicios, iridiscentes y translucidos, se esparce como un suculento perfume. Vuelven los paramecios como hienas hambrientas, precipitándose sobre los tristes radiolarios heridos, que con sus espinas romas e inútiles y sus esqueletos de vidrio abiertos a la rapacidad de los depredadores, son ahora solo hermosas victimas indefensas. Los ingerieren por sus surcos y cavidades bucales, los llevan por los babeantes citostomas hasta las citofaringes, allí los envuelven en horrorosas membranas que se invaginan fundiendo sus bordes, formando vacuolas alimenticias donde la nutritiva victima es digerida y absorbida hacia el citoplasma, así hasta llegar al citopigo, donde las membrana se fusiona con la membrana celular y expulsan los tintineantes desechos. Al cabo de un corto tiempo en la tibia sopa verdosa primigenia, en ese denso caldo orgánico solo quedan abotagados paramecios, desplazándose lentamente, como musgosas suelas de zapatillas arrastradas por invisibles corrientes. Vale.

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