lunes, 2 de junio de 2014

LA DONCELLA EXTRAVIADA


Dio cariño, amor y fervor en un juego enfermizo que no le hacia falta pues poseía el amor, el sexo, la vida misma. Entre las magias sin pecados concebidas faltaron miradas, sobraron silencios, no bastó el solo respirar y las manos apretadas. Prendada de una voz y de imaginada tibieza. Desarmada, envenenadas y vencida. Un encuentro fresco de dulces desatinos, a cuerpos vivos en dicha y aventura, caracoles, lagartijas y colibríes dorados, y un despertar sin nada. Propios verbos de la celda rosa y verde sublimada, de jardines en los sueños, de girasoles maduros y de duendes mirones. Conoció sus límites, la inutilidad del verbo, la complejidad de sus íntimas estructuras, lo ex profeso, y de pronto vislumbró el vicio. Inspiró cantos de encantos y desencantos antes, durante y después del paso arrasador de una siempre efímera sombra. Se detuvo ante el asombro del aterrorizante celacanto, grandioso, majestuosamente egocéntrico, cruel e impiadoso que la petrificó como sirena atrapada. Aceptó en silencio la lapidaria carta escrita al galope desde el sendero de la huida. Detrás de los velos de humo no alcanzó a dar otras señales. Fue entonces una polizonte silenciosa en un barco extraviado, compartiendo el naufragio, la pérdida, la soledad cristalizada contra un alto muro sin ventanas. En muy pocos días generó una conexión muy intensa, innegable, de almas antiguas que vuelven a encontrarse, pero era una obviedad también que ya no tenían posibilidad de sobrevivir al naufragio, habían insoslayables diferencias agazapadas en los fangos originales. No podía quebrar sus límites ni la bestia dejar de ser bestia. Eran imposibilidades. Fue el demonio de sus últimos e inesperados insomnios. Hubo viajes y regresos de un maldito perro apestoso que supo desde el primer mordisco baboso que en su sangre estaba el don de un barroco intangible y quiso enviciarla en ese afán corrupto y secreto, y también en otros vicios terrenales porque conjeturó en su alma primitiva la intensidad de otras pasiones más oscuras. Y no fue así. Pero siguió buscándola en los sueños, ahora con más timidez, más recato, menos pasión y sin esas pequeñas perversiones colaterales, sin tocarla ni hablarle para no hacer volar la delicada libélula que la habita, solo para seguir sus huellas, para oler clandestino en su cercanía sus perfumes, de sándalo y benjuí, para no naufragar, otra vez, y hundirse en las desesperaciones de sus sutiles juegos de evanescentes coqueteos y para no volver a ser el demonio de sus últimos e inesperados insomnios. Para no ser, una y otra vez, en ella.

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