La noche que se envicia en sus propios
brocatos, las caobas relucientes, los bronces pulidos, el tango que se desgaja
en los cristales, en las copas de champaña y en el vaso de whisky a medio beber,
en las lámparas y en los ventanales que dan a la lluvia, hasta en el tabaco
dulce que viene con la muerte trasteando por el Buenos Aires costanera por el
río ancho, el mar de fondo y viceversa, ciudad que no veré sino en sus palabras
visitantes y en el recuerdo tanguero de mi padre que tampoco la vió nunca en
sus esplendores de firuletes y guapos en las esquinas de la noche. Las
callecitas empedradas de nostalgias se van difuminando en una tristona sinuosidad
de bandoneón, mientras llueve sobre los hinojos y los techos de las
curtiembres, también sobre últimas rosas del jardín, llueve en los reflejos de
los pozas recién llovidas con la cadencia de un otoño desgatado que se rinde a
las ventoleras del invierno bienvenido porque vendrá a recrear el tiempo de los
húmedos caracoles y de la lluvia repiqueteando en el techo de zinc. Y la
melancolía va confundiendo los aromas de tanguería con el de la tierra mojada, y
el olvido recupera la imagen de un amor aciago que no alcanzó a cristalizar en
la penumbra infiel de los que se encontraron a destiempo. Yo dejé que sus ojos
me abrumaran de insistencias, dejé que su boca me mordiera de silencios la
brevedad de su paso canyenguero, dejé que me disolviera en el hastío feroz de esperarla
en otra piel que no fue la suya. Pero volveré a pensarla ahora que llueve hasta
romperla otra vez con mis ternuras en esa locura
confusa que florece entre la mustia vanidad de ser el otro en su perfil pensativo
y en el delicado rosado nacarado de sus uñas bien pintadas. Ella se dejó arrastrar
por mi oleaje a las tórridas arenas de una playa prohibida, dejó incitadas las
semillas para que brotaran lluviosos en altas floraciones y dejó esas brasas ciegas
bajo la delgada capa de cenizas del tiempo que me queman cada vez que las remuevo,
me ocultó en su perfecta memoria, alejado del tumulto pero cautivo en la fiera
nostalgia de nuestro ayer para que quizá un día o una noche, de tanto en tanto,
nos encontremos en el mismo sueño, y eso no sea pecado sino una feliz
coincidencia. Llueve como tangueando sobre los malvones podados sin una queja y
también sobre la magnolia que ya mojó la luna, con la misteriosa certidumbre de
que un día iremos a escribir nuestra propia leyenda en los charcos del barrio donde
nunca vivimos y dejar esas mismas callecitas anegadas de nosotros allá por las
oscuras honduras de los espejos de la lluvia.
Nota.- Estos textos
fueron surgiendo como antiguos pergaminos censurados de nombres y huellas, no
de sus intensos fervores, bajo el irreverente bandoneón del “Adiós Nonino” de Astor
Pantaleón Piazzolla, que nunca convenció a mi padre.
Precioso relato de un Buenos Aires canyengue que no viste tú ni vió tu padre. Abrazo fraterno desde Montevideo. Salú.
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