sábado, 12 de febrero de 2011

EL FUNERAL DE S. M. EL REY

De zafiros destellando sus filosos cuchillos azules, de rubíes concentrados en su rojo fulgurante, lascivo, de esmeraldas de esplendorosos verdes transpuestos y de aguamarinas tornasoladas azul verdoso pálido y lustre entre céreo y vítreo eran las incrustaciones de la corona y del agazapado león rampante que remataba el cetro. Sus chispas brillantes encendían la oscura catedral y sus esquirlas de luz coloreada rompían la tenebrosa penumbra de la alta cúpula y los muros de sillería con sus filigranas y arabescos de yeso cuarteado y los rostros impasibles de los santos moldeados en las mejores yeserías de Huesca. Abajo el féretro de alabastro se iba trizando según una delicada red de fracturas que iban definiendo pequeños fragmentos hexagonales a medida que el humo del gran incensario, copia perfecta del botafumeiro, que pendulaba en un arco inverosímil abarcando desde el desolado altar de mármol rosado hasta el atrancado portón de madera de cedro al natural con el aldabón de bronce con dos llamadores en forma de águila bicéfala, y las guarniciones de hierro labrado, iba llenando la nave central con su humo sagrado y sus cenizas aun ardiendo que cruzaban la sombra fúnebre como rojas estrellitas fugaces. Se iba disgregando el féretro en pedacitos cristalinos translúcidos que tintineaban alegres con sus ecos de cristalerías secretas al caer y saltar sobre el piso de mármol embutido de mosaicos espejeantes. Pronto quedo a la vista el cadáver del rey sobre el plinto de mármol negro vestido de sus mejores galas, sedas y armiño, sus espuela de oro, su justiciera espada acerada y filosa, sus guante y cota de malla tejidas con el mejor acero, y su corona con los zafiros, rubíes, esmeraldas y aguamarinas. Ahí quedó desnudo de féretro, tirado a lo largo sobre el mesón negro envuelto en el humo del incienso y apenas iluminado por los destellos de sus joyas que reflejaban la luz sucia y difusa de las ventanas ojivales que nadie se acomedió a limpiar. Y el incensario fue reduciendo su arco lentamente en el profundo vacío de la catedral, y su humareda fue cada vez menos y menos perfumada, hasta que se detuvo lejos del cadáver real y ya no humeaba y solo era un hermoso objeto colgando impávido e innecesario como una plomada olvidada por un albañil colosal. La noche terminó por oscurecer la amplia catedral y ya no hubieron destellos ni reflejos, y todo fue sombra densa con un rescoldo oloroso a incienso, y allí sobre la mesa de mármol negro de las canteras de Marquina-Jeméin, el rey con sus galas y orgullos esperando inútilmente los honores, los responsos, los llantos, las lagrimas, la voz varonil del príncipe sucesor rememorando sus batallas, la dulce voz de la reina preguntando al destino ignoto porque él se había ido así de pronto dejándole un vacío en su corazón de alteza real y de mujer amada, y las voces de sus súbditos clamando al cielo por la perdida de su amo y Señor, y sus soldados haciendo resonar la tristeza del timbal funerario y el ruido de sables y el taconeo de botas de montar con la sonajera de las espuelas en los honores militares, esperando los fastos de la altanería de sus glorias, esperando inútilmente en la cerrada oscuridad de la inmensa catedral vacía. Solo observado por los impersonales ojos de vidrio en sus cuencas de yeso de la imaginería de vírgenes sufrientes y santos torturados. Sin saber, porque muerto no podía oír los cantos alegres y los gritos de jubilo, ni podía ver a las gentes de su reino, todos bailando ebrios de felicidad alrededor de la gran hoguera que habían encendido a medio camino entre el castillo y la catedral, a la salida del poblado miserable que estaba viviendo su primer jolgorio desde el día aciago en que el tirano había sido coronado. Vale.

1 comentario:

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