martes, 15 de febrero de 2011

LA HIJA DEL DIOS

Tenía los ojos fijos, negros y cansados, rodeados de abundante maquillaje negro muy oscuro con reflejos metálicos hecho con polvo muy fino de galena que acentuaba su forma almendrada y se confundía con sus ojeras de un elegante azul violáceo oscuro. Un tinte verde de malaquita le definía las pestañas y las cejas. Ojos de egipcia faraónica, incestuosa e intocable, lejana sacerdotisa enigmática, con un silencio soberbio en el rictus de sus labios delgados pintados con un rojo de ocre intenso que resaltaba junto con las ojeras su piel pálida y perfecta como si fuera una diosa muerta revivida solo para asistir al retorno victorioso de los ejércitos de su hermano el faraón. El cabello largo y azabache, peinado en innumerables trencitas, caía por su espalda brillando sedoso como una cascada de finas espirales de obsidiana. Vestía una túnica de color púrpura, suelta y llana con la caída natural de mejor lino del imperio de las treinta y tres dinastías, que apenas esbozaba su cuerpo delgado y juvenil, estilizado hasta la anorexia, pero que todos los hombres presentían estremecidos por un vaho feromónico invisible que les abría las grietas del deseo y perforaba los muros del debido decoro para ir a enquistarse en un erotismo purulento que hacia doler la piel, agarrotaba los músculos y activaba las glándulas salivales. La manos suaves de largos y finos dedos poseían la misma palidez mortecina de su rostro, con las uñas pintadas con el color rojizo del tinte natural de la alheña, las tenia cruzadas frente a su vientre plano, y un solo anillo con el escarabajo real en oro y lapislázuli declaraba su estirpe, su rango y su severa imposibilidad. Unas sandalias de delgada suela, de cuyo extremo partía una traba que pasaba entre los dos primeros dedos y se unía al empeine por dos tiras que sostenían la garganta del pie, impedían que sus delicados pies tocaran el mármol de la escala principal del templo. Un grupo numeroso de cortesanas la rodeaban sin llegar a tocarla, una sostenía sobre su testa divina un amplio quitasol evitándole la ardiente caricia de Ra, y otras dos, una a cada lado movían con lenta eficacia sendas ramas de palma a modo de abanicos. Las demás se ubicaban en un semicírculo a dos pasos de ella, con sus túnicas blancas para hacer distinguir mejor el púrpura de su nobleza. La muchedumbre que cubría completamente la gran explanada de granito frente al templo la observaba con un silencio respetuoso y admirativo como si esperara que en cualquier momento ella se elevara sobre las gradas de mármol y la brisa húmeda y perfumada que venia del gran río la fuera llevando con la debida elegancia y majestuosidad hacia el horizonte de arenas amarillas, más allá de las pirámides y la esfinge, más allá de las dunas sagradas, aun más allá de donde el dios sol sangraba y su barca se hundía en los nocturnos dominios de Kek, dios de la noche. Porque todo aquel tumulto de mercaderes, funcionarios, campesinos y esclavos se sabían indignos de contemplar la etérea belleza prohibida de la última Hija del Dios, Dadora de herederos, hermana y Gran Esposa Real del divino hijo del sol. De pronto el silencio que abarcaba toda la escena fue trizado bruscamente cuando a lo lejos se escucharon los tambores y el galope de los ejércitos victoriosos, y el oriente fue una nube de arena y polvo que se acercaba veloz y tremolante encabezada por el ornamentado carro de guerra del faraón con su alta corona azul. Entonces ella hizo un leve gesto con la mano del anillo y sus cortesanas le abrieron paso con respetuosas reverencias hacia el interior del templo. Con un mohín de desprecio miró hacia la populosa explanada y se volvió sobre si misma entrando en el templo altiva e imponente, difuminándose su silueta en la fresca penumbra hierática. La cortesana mayor que caminaba tras ella, sin mirar hacia afuera cerró prontamente las altas puertas.

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