“…existen algunas escuelas vinculadas con ciertos editores. En este grupo entran los autores de Ediciones Minuit, cuya materia de trabajo se centra en el lenguaje,… Ellos se plantean hoy desafíos a nivel del lenguaje, están enfocados en juegos de palabras, más que en contar una historia.” Dominique Fabre.
Contra las arboladuras de los veleros encallados a lo largo de la calle se extiende el destrozado atardecer. Juegan sus brillos de colores llamativos y extravagantes, sus albures resplandecientes de cristalerías rotas con las briznas de altas nubes deshilachadas arrastradas por vientos invisibles buscando la aurora. La clara muchedumbre de un poniente ha exaltado la calle, la calle abierta como un ancho sueño hacia cualquier azar. La límpida arboleda pierde el último pájaro, el oro último. Las vagancias del cernícalo trazan en un aire tenue la cartografía de la noche en ciernes. Sus intentos asesinos surcan el cielo en un chasquido de látigo asustando a las palomas que naufragan desesperadas contra el disco fulgurante que se hunde hacia el poniente. Aunque el ave violenta busque sangre en la rosa del espacio, aquí está su estructura, flecha y flor es el pájaro en su vuelo y en la luz se reúnen sus alas con el aire y la pureza. Un rumor distante, como de mar que no existe, se desliza enredado en la brisa mortecina y se refleja en las hojas moribundas del breve bosque enternecido en el silencio y la quietud del sangriento molino de aspas incandescentes. Un sesgo de melancolía inunda las vertientes de la memoria, toponimias y rasgos vacantes agraden el sosiego cauto del navegante extraviado. Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados, aguardan la señal de una mustia hoja de oro, alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes. Un fuego solar, desvaído, intenta iluminar la tarde socavando el tinglado de ramas por encima de los tejados y el vuelo de los pájaros. El céfiro se viene furioso desarbolando las naves del otoño, el crujiente castaño, el acacio fenecido, los olivos cuajados en aceitunas negras relucientes como pequeños huevos de antracita. Un ligero temblor, un balanceo en las hojas hinchadas, verde y blanco, de la yagruma, en las fuertes flores que gotean una baba transparente y morada, en las líneas rojas de los troncos avinados. Todo se disgrega y fluye. Converge y se diluye, diverge en centelleos o difuminaciones, se impone con una esfericidad de infinito e impetra resplandores aciagos de lontananzas imposibles, de efímeras siluetas que decaen en honduras de ocaso inminente. Cisne contra cisne, lirio zaherido, duplicada contienda de arrabales, choque de dos gardenias siderales, y luz en un crepúsculo prohibido. La noche se abre como una amapola de oscuro azul desamparado. Vale.
Referencias, (en cursivas), por orden de aparición:
Atardeceres. Jorge Luis Borges
El Vuelo. Pablo Neruda
Muerte de Narciso. José Lezama Lima
Arqueología de la piel. Severo Sarduy
Pelea de Cisnes. Francisco Antonio Ruiz Caballero
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