martes, 9 de octubre de 2012

ENSILENCIOS

El silencio inunda la mañana con sus arpegios en clavicordio esparciendo un color azulado sobre las iridiscencias de los pensamientos y los suspiros, los geranios se tiñen de una anilina de ausencia y los pájaros congelan sus vuelos esperando. Una leve llovizna se desata como una pequeña tormenta sobre los botones de los rosales silenciando los ruiseñores mientras los silfos se refugian en sus subterráneas catedrales y las golondrinas miran el mundo cobijadas en el silencio de los campanarios, el alma absorbe la pena de las goteras que lloran las gárgolas. Así como la higuera con sus brotes ya verdes profetiza el verano (Mateo 24, 32-33) el colibrí insistente, el nogal enverdeciendo y los gatos impacientes declaran el inicio de los juegos de las ardientes primaveras. Reasumen sus vuelos las mariposas sedientas de los néctares sagrados, los caracoles se desentierran buscándose entre las piedras mojadas por la llovizna, se comienzan a conjugar los verbos prohibidos, un fauno impúdico curiosea el paraíso que se esconde detrás del recatado tul de las cortinas. Cesadas las lloviznas imprudentes del octubre la primavera retomas sus trabajos de sol alegres y verdes iniciales, de coloridos florecimientos, de brisa suave y perfumada de azahares y cerezos en flor. Ya despierta el fauno con el trinar de aves y el murmullo del arroyo allá abajo en el bajo entre los cañaverales, despierta envuelto en la persistente fragancia de una silueta que se esconde en el fresco tejido vegetal, despierta estremecido por esa presencia que juega a esconderse en los bordados brillantes del mediodía. La dulce leña de la piel espiada atraviesa, lanza y fuego, la delicada urdimbre del tul del cortinaje, el vidrio inocente en sus congelados cristales de cuarzo transparente, la brisa grata olorosa a jazmín, el cerco trenzado por el recato y el pudor, la distancia que separa pero no evita, la cornea, el iris y la pupila, y se convierte en destello de piel desnuda, en imago vívida del cuerpo del deseo, y en un furioso estallido volcánico enciende al furtivo fauno voyeur convirtiéndolo en un incensario voluptuoso cuyos humos perfumados de sándalo atraviesan la pupila, el iris y la cornea, la distancia, el pudor y el recato, la brisa, el vidrio y el tul, y alcanza la piel pulsante por la sangre galopante y se absorbe como un vaho ardiente hasta destellar en el brillo de los reflejos esmeraldas de los ojos del deseo.

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