Nadie se va del
agua de su sed, de las caricias de sus mañanas, de las piedras ni de ese río,
nadie abandona los pájaros ni los geranios, nadie se borra ni se evapora de la
memoria que lo poseyó un día para siempre, nadie deja el susurro suspendido ni
la mano en las cenizas, nadie se esfuma en su propia oscuridad. Vendrán las
sombras del arrepentimiento invadiendo las penumbras del pecado inicial, de la
espina incesante, del puñal que sajó los días dividiéndolos, bifurcándolos en
un con ella sin ella sin solución de continuidad, de la incrustación en el
cuarzo con sus resonancias en la carne viva. No habrá resignaciones porque no
habrá olvido posible de esa voz, ese verbo, con sus furias y sus celos y con
las latencias de un imposible nocturno que siempre amanecía posible. Que
importa si los silencios cavarán tumbas donde antes hubo ceibos y ciruelos,
porque estarán vacías, que importa si la noche se derrumbará con las lluvias
venideras si su rezongo tanguero entrará en un eco que perdurará hasta el
estío. Se perderán silaba a silaba los nombres que fueron sagrados, se perderá
un lunfardo secreto inventado para decir lo que el idioma materno no sabía
decir, se desvanecerán de tanto mirarlas ciertas precisas fotografías, los
rasgos de los rostros se irán confundiendo con otros que fueron o serán, pero
todo lo que parecerá perdido seguirá urgiendo el retorno porque nunca hubo
fuga, solo la continuación de un viaje inevitable hacia un pequeño infierno.
Alguien volverá a ser el linyera palabrero que llegó entre los camalotes y las
islas, alguien volverá a ser la que lo llevó de la mano por el Paraíso en un
milagro que prevalecerá en una serena eternidad momentánea. En una tanguería
vacía deambulará un tango canyengue esperando que lo bailen hasta el final de
los tiempos, y en un cuartito clandestino, quizá en que lado de las nieves, dos
fantasmas insistentes volverán en la tardes de otoño a rendirse a aquel sueño
inconcluso. En los amaneceres de garúas dos siluetas extraviadas recorrerán los
parques, allá y acá, buscando con la desesperación de los náufragos esa
convergencia que soñaron cada noche pero que nunca se dio. Dirán que los
derrotó el hastío, los celos, la mísera soberbia o el mero orgullo, pero son embelecos fraguados en los
venideros insomnios, la verdá es que fue el tumultuoso oleaje de piantaos que
ellos mismos creaban en sus ansias por alcanzar siquiera a tomarse en algún
atardecer de la mano. Nadie se va porque nadie abandona así como así la
ternura, el amor, el deseo. Vale.
Imagen: Dante and Beatrice, 1883, by Henry Holiday
(1839 - 1927)
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