jueves, 19 de septiembre de 2013

DIPTICO DE JARDIN Y MUJER


Era la época de los malvones, después de las pocas lluvias de agosto, los geranios florecidos hacían que el tiempo se ralentizara en una ternura soleada, como de niños jugando a los volantines en un cielo muy azul. El entramado de su voz se fue haciendo agua, sus ojos se volaron por sobre los suburbios de la mañana, sus manos, cuencos de ternuras acuciantes, se hundieron en la arena como raíces desaparecidas. Los cardenales desbordados de rojos y blancos, de rosados y anaranjados, fijaban en sus umbelas los coloridos destellos de un día lindo con la primavera a boca de jarro casi empujando la puerta para adentrarse en el canto de los pájaros que ya construían sus nidos encaramados en el ramaje del acacio. El murmullo del viento jugando con las ramas de los eucaliptos la traía dispersa pero aun vigente en ese amor que excedía la esquina donde aquel ayer se declaró ausente para siempre. Sus hojas aterciopeladas miraban el sol envidiosas de las malvas de hojas brillantes o el aroma cítrico de los pelargonios olorosos. Su presencia perduró por años en las escondidas violetas, en sus perfumes a ras de tierra, en su pequeña timidez, en su terrestre humildad de flor secreta. Las flechillas (Hordeum murinum) ostentaban sus espigas como si fueran trigos feraces, soberbias en su salvaje y cariñosa ignorancia. Su imagen de niña retraída y silenciosa se dejaba dibujar en el planeo zumbón de las libélulas y en los revoloteos adormecedores de los abejorros. Las horas eran un baile de la brisa fresca entre los rosales, el pasto recién cortado invadía el mediodía con su perfume concentrado de atardecer de campo allá por los lares de los ancestros en las tierras del sur materno. Las diminutas letras de su nombre estaban escritas indelebles en el muro de adobes con la verde trama del musgo. Las mariposas se mimetizaban atónitas con los tres colores de los pensamientos y con las dulces acuarelas de las zinnias, contenían sus vuelos en los entresijos de la espera y en los claroscuros de las enredaderas; la madreselva y el jazmín. Ella seguía ahí en la memoria de un anillo con una perla y un reloj que justificó el tibio roce de su mano. Las piedras tutelares derramaban sus sombras de caracol por la tierra pura y simple, en los rincones yermos del jardín, en las penumbras frescas de la sombra del naranjo. La soledad que habitaba en sus gestos, en el rictus de sus labios, en su mirada buscando un horizonte cada vez más lejano, en la manera con la que perdía las llaves o cogía una copa, iba sembrando las semillas imperceptibles de su eterno recuerdo en toda venidera primavera.

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