martes, 12 de mayo de 2015

ENSOÑADOS ARREBOLES


Yo dejaba que tu boca me naciera como aquella rosa en su rojo contenida, que la madrugada amaneciera en tu piel de luna llena, desdoblaba la mañana para ir a encontrarte en los pájaros entumecidos, en las piedras sin ruido sobre las tierras quemadas, veía llegar la noche con sus arreboles impuros, con las intenciones perfumadas desde el borde de tu cuello besado hasta el silencio, con las estrellitas esparcidas en el terciopelo triste que no acababa en tu ausencia sino seguía parpadeando como un león cansado en los aleros de tus pestañas. Cristalizaban entonces nuestros serenos imposibles, el destiempo, la distancia, los otros, el no haber coincidido en el mismo barrio o la misma calle cuando aun era el tiempo, la lluvias inútiles y los parques vacíos, las garúas en horas equivocadas, ese destino que no supo tejernos la trama del encuentro con los besos y los anhelos de una posesión que atravesara los instintos y los convirtiera en una sola caricia. Había voces instaladas en los bordes del otoño, musgos esperando y hiedras hibernando, y yuyos dormidos en sus latencias de semillas amarillas bajo los escombros y los naufragios. Yo te veía venir desde el otro lado del espejo, entre las dalias de un jardín ya imposible donde tu primavera florecía esperando la vendimia de los años por venir, y un mar de veleros atrapados que se desvanecían en los imprevisibles oleajes de todas las tormentas. Las tardes eran extensas planicies sin horizonte donde yo esperaba tus furias y tus celos, tus pasiones y tus extravíos, tus fugas y sus retornos, pensándote en un extremo de los años que faltaban para que se cumplieran los designios de la borra de tu café y las premoniciones que escribían los caracoles en los muros de mi invierno. Yo me quedaba extraviado en los jardines de las madreselvas como si ese poco tiempo fuera nuestro mientras tú desaparecías en esos lugares extraños, patios, jardines, cuartos y corredores con altos ventanales, todos sitios de la memoria más profunda, aquellos donde se guardan los años felices. Ya chapoteando en los último arreboles del crepúsculo me despedía con un abrazo tierno y un impúdico beso en tu boquita esquiva en cualquier esquina donde nos encontrara la noche que nos separaba, y me iba sintiéndome culpable de tus desencantos y tus desengaños, aun sabiendo que ambos caminábamos siempre juntos de la mano por esos rumbos de perdición y sueños inconclusos.


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