viernes, 11 de septiembre de 2015

ELLA EN EL DESTIEMPO


Hay un nombre establecido en la simiente, un cierto sabor a cenizas y a sal, un eco maternal que se viene por el atardecer como perdido en el silencio, el rumor puro de la lluvia sobre el techo de zinc, la primavera soleada de los diciembres sobre las dalias y los nardos, un olor a tierra quemada. Como si fuera un vicio de mi nostalgia por ella imperecedera amaneció con la misma leve llovizna de ayer y anteayer, esa garúa finita que humedecía los rosales para que lagrimearan por ella. Y me dejo dormir acurrucado allá por lo suyo, adicto vorazmente a su inasistencia. Siempre busco su imagen en la filigrana del bosque, y a veces la encuentro escondida en los verdores atávicos de la primavera que no alcanzó a tocarla, entonces me voy buscando la tersura de su mano sobre la mía y me extravío entre derrumbes u hojarasca, otoño siempre de por medio. Caerán uno a uno los velados tormentos de la aciaga memoria, danzarán las mariposas sin nombre en el mediodía del bosque encantado, y ella resurgirá eterna y transparente por la magia de la palabra y el terrible hechizo de su ausencia. Solo el jardín que cultivaron sus manos puede contener todos los sueños, todos los susurros, todas las voces, todos los sonidos de ese mismo rumor y fragancia que me rompe y me atrapa y me naufraga y me rescata en lejanías que se disuelven en esas distancias que otras voces secretas niegan en la búsqueda ciega de justificar la cercanía imposible, de oír aunque sea el eco de su voz por el patio del horno de pan, o antes, cuando el maíz de las estirpes. Y me sueño niño en ese patio de tierra antigua, recorriendo su jardín, descubriendo los pájaros, los insectos, los colores de las piedras, me veo nocturno en su ámbito sereno aprendiendo a no tener miedo a la oscuridad, a reconocer el simple sabor del agua, a disgregarme en el perfume total de la primavera y a leer los fragmentos de su silencio en las hojas amarillas, rojas, ocres, que me legaron aquellos otoños apacibles antes de las lluvias torrenciales de aquellos inviernos en la casa de esa infancia donde era posible vivir los días de las penas ligeras. En el intento hay un sabor a ciruelas maduradas en el ciruelo, y un olor a anochecer de primavera florecida en madreselvas, pero ella no está.

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