miércoles, 17 de noviembre de 2010

LAS EXEQUIAS DEL PRINCIPE REINANTE

Eran las exequias fúnebres del príncipe reinante. Afuera, ruido de armas, monotonías de tambores, de timbales, de gaitas. En el interior, innumerables velas de cera amarillenta inundaban el amplio salón con su hollín perfumado. Entorchados uniformes, charreteras, el esplendor de medallas y sables, recios aceros afilados, se reflejaba y repetía en los espejos finamente biselados, en la convexa espejosidad del cristal de las lagrimas de la gran lámpara colgante, en la sedosidad de las perlas que se entibiaban sobre la sensualidad irreverente de los amplios escotes de damas y cortesanas, indistinguibles, en las perfectas facetas iridiscentes de los brillantes y en la suntuosa urna negra laqueada del Señor de Todos los Reinos, varón de dolores y placeres, hijo amadísimo de la Historia y Advocatus Sancti Sepulchri, que resplandecía luctuoso sobre el catafalco imperial cubierto con el terciopelo púrpura, insignia de su poder y de su gloria. Ahí dentro yacía el difunto con su uniforme rojo y negro de Dueño Absoluto del Imperio, con la máscara adusta y solemne de la muerte omnipotente, y en su pecho una única condecoración, la medalla de acero, oro y plata con una omega coronada por una cruz, de Vencedor del Turco en la batalla de Lepanto que le concedió Pío V por la valentía, que no la sangre, derramada defendiendo la fe católica. Damas, condes y vizcondes, baronesas y capitanes, hermosas hetairas y apuestos favoritos, gentilhombres y castas doncellas miraban hacia la puerta esperando. Y de súbito ahí estaba, en el dintel de la puerta, de riguroso luto negro negrísimo, deslumbrante e imponente como en la proa dorada de la barca imperial por el río sagrado. Era alta e imposible. Sus grandes ojos pardos poseían la certeza sin compasión y el ardiente orgullo de todas las reinas de todos los reinos. Su serena arrogancia, que sería insoportable en damas menos bellas, le daba un aire de virginidad imperturbable, de distancia o altura, de levedad onírica, de perfecta indiferencia. Era un fatal privilegio solo observarla desde un rincón, tratando de huir de su encantamiento malsano, de sus embrujos de hembra inaudita y de sus hechizos de inocente embaucadora. Nadie dudaba que aun en los escarmientos del amor jamás una lágrima hubiera escurrido por la porcelana o nácar de sus mejillas de princesa encantada. El cabello negro negrísimo y brillante como el azabache, era terrible inspiración de tímidos poetas e intima divisa de batalla de héroes sangrientos. Su piel de luna, pálida, distante, se quedaba reverberando en la memoria, y los infelices que un día la tocaron, aun en roce o saludo, vivían desde ahí entre derrumbes y frustraciones en los intentos desquiciados por revivir ese instante de epifanía y perdición. Las manos delgadas y de largos dedos femeninos hasta lo inverosímil, la asombrosa perfección de su rostro, el deletéreo oriente de su mirada impersonal como si siempre estuviera sola, los gestos contenidos, la voz grave y profunda, y su suave y delicada presencia que casi no alcanzaban a reflejar los espejos, convertían su cercanía en un tormento, en un desasosiego que laceraba los recuerdos mas íntimos, desaforaba a los amantes, rompía los pactos e invalidaba sacramentos, envilecía gentilhombres y corrompía condesas. Así, precedida de su inquietante hermosura avanzó solemne hacia el ataúd principesco, como si estuviera sola. Un silencio totémico cuajó de pronto en el salón petrificando a las damas, condes y vizcondes, baronesas y capitanes, hetairas y favoritos, gentilhombres y doncellas que la observaban con la burda ansiedad de los miserables que presienten la inminencia de una revelación. Frente al féretro, casi sin inclinar tu testa coronada bajó su mirada y un rictus de infinito desdén se dibujó en sus finos, frígidos y fermosos labios. Luego sacándose uno de los exquisitos guantes de gamuza negra acercó su delicada mano al cristal del ataúd, y entonces sucedió; con sus cuidadas uñas tamborileo los compases iniciales del tercer movimiento (allegretto) de la Sonata para piano numero once en La mayor de Wolfang Amadeus Mozart, la Marcia alla turca que evoca el estruendo de las bandas turcas de Jenízaros. Cuando estuvo segura de que todos, doncellas y gentilhombres, favoritos y hetairas, capitanes y baronesas, vizcondes y condes, y nobles damas de alta alcurnia ya habían reconocido el rondó, miró a su alrededor recorriendo con su mirada de mejor desprecio las caras del deseo y de la envidia y del asombro, y comenzó a caminar, alta y reina, altiva y ausente hacia la puerta. El pianista instintivamente inició equivocado la polonesa numero seis, L'héroïque, de Fryderyk Franciszek Chopin, ella sin detenerse lo miró y le sonrió levemente por un instante fugaz, que para el desdichado músico fue eterno e inolvidable. Después salió del salón, como si estuviera sola, y un obsequioso sirviente cerró silenciosamente las dos hojas de la puerta tras ella. Eso fue todo. Yo estaba en un rincón, soportando mi ridículo uniforme de los Húsares de la Reina, y antes que la puerta terminara de cerrarse ya me dolía su recuerdo y me desesperaba su ausencia, y navegaba ebrio de ella en una sopa de escombros tratando de aferrarme a cualquier resto flotante de ese fúnebre y desolado naufragio. Vale.

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