Yo era de voz entrante, de canto atravesado, de burbujas en vuelo iridiscente entre las rosas, más tierno, menos ausente, contiguo, sacramental sin soberbia, algo perverso en sosiegos yo era. Iba viviendo de obsesión en obsesión como pasando las cuentas de un rosario, dejado de afanes útiles perseguía las hormigas, decretaba sus lutos y sus ceremonias iniciáticas, burdo sacerdote o chaman. Poseí los códigos de las constelaciones y de las huellas de las lombrices después de las lluvias, pero allá en mi infancia, donde mi madre, allá tan lejos que perdí el aroma del ciruelo y de la rama de pino de la Navidad, el ciprés de todos los años que íbamos a buscar con mi padre, y extravíe el perfume ácido de un rosal enredadera de pequeñas rosas muy rojas que aun existe pero ya no es el mismo porque yo era por ese entonces de voz entrante, de canto atravesado, y cazaba mariposas e indagaba asombros en una alquimia de líquidos de colores con la savia de los flores. Era gris, azul, perpendicular a la corriente, a los flujos y reflujos de los naipes, habitado de luciérnagas y noctilucas, subterráneo. Los días no tenían afanes ni las noches sueños, los años eran planos, desérticos, extensos arenales donde a veces llovía. Urdía tramas románticas de naufragios y dragones, capitán de las nubes yo era, pero ella nunca tenía rostro y los dedos de sus manos eran largos y el cabello muy negro. Había una plaza con una gran encina de follaje verde muy oscuro y bellotas de un marrón brillante también oscuro donde nos sentábamos a conversar en un banco rodeados de verde grama. Aunque hoy por hoy creo que tal circunstancia sucedía en las tardes de verdad. Y es que en esas antiguas concavidades del tiempo los sucesos y los seres que los habitan se confunden con las alegrías de los veleros en el tranque, las bolitas de cristal y los palitos navegando por las acequias. Yo era distante a los objetos, rastreador de lagartijas y arañas, sigiloso, estafador y cirquero. En esos soles todo era un patio con sus rincones, un parrón y una verja, allí los nardos de diciembre y por acá los pensamientos con sus rasos oscuros a poco de la tierra. Yo era siempre de perfil, como segado, sin silueta ni sombra, apenas unos trazos en los azogues, pero era más feliz, por esos tiempos, que los moscardones y las dalias. Vale.
jueves, 15 de diciembre de 2011
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