A mi madre.
Había un alba de
nardos y un embeleso de crisantemos donde ahora se vuela alto un magnolio
avisando las auroras, y allá bajo el limonero perfumaban los pensamientos y
jugaban las pequeñas mariposas en la estrellitas que se mecían a lo largo del
sendero. Sobre y bajo la tierra amasada por la inolvidable jardinera iban y
venían los caracoles dejando sus regueros lunares resplandeciendo desde los
pálidos amaneres hasta el intenso atardecer que se iba tardeando para atajar la
luna, postergar la noche y dejarse querer en sus rojos desatados y su frescura
vegetal. En el rincón noroeste dormía la rosa trepadora con sus oscuros rojos
escondidos como no habrá de verse nunca más en otras rosas venideras. Abajo las
calas también demoraban el nocturno siempre sedientas y verdes. El poniente era
con olor a cedrón en el después de la madreselva y el aroma cítrico del geranio
extraño que llamábamos malva. Hubo un conejo vestido de negro terciopelo por
los escondrijos de rosales y gladiolos. Los pájaros se enternecían de puro
gusto allá arriba en las ramas de los duraznos y del ciruelo. Al sureste las
dalias eran un verdor exuberante coronado por sus flores moradas, rojas, y
anaranjadas como vistosas auras solares. Las frutillas con sus besos rastreros
siempre estaban embancadas en arenas y evitando los senderos de las hormigas. Bandas
de clorofílicas mantis acechaban orando entre hojas serosas de las rosas, las
arañas furtivas habitaban las oquedades del muro de ladrillo, las abejas en
cambio zumbaban con alegre desparpajo en sus inquietas libaciones. Allí el
tiempo jugaba a detenerse o a hacerse tan lento que las azucenas no sabían
cuando florecer y los alelíes se extraviaban en las estaciones porque les
llovía en mitad del estío o el sol sonriendo los sorprendía escondidos del
invierno. El otoño en cambio era de punta a cabo de la jardinera en sus
quehaceres de guarda o de cosecha para dejar quietamente durmiendo a la tierra
cansada. Toda su geografía cabía en un solo recuerdo perfumado en el crepúsculo
y coloreado con las dulces acuarelas de la zinnias en los brillantes mediodías.
Con los años la memoria lo fue haciendo pequeñito, infiltrándolo en todas las
nostalgias donde hubiera flores o insectos o fragancias, y el olor a tierra húmeda
invadió para siempre todos los atardeceres de todas las primaveras, donde
estuviera, aun sin jardín, o ahora, con mi madre ya en el cielo. Vale.
La Cisterna, hoy, aquí.
Sereno,tranquilo pero profundo y sincero casi como una plegaria,recordando a ese ser tan querido.
ResponderEliminarSiempre el recuerdo de la madre nos deja melancólicos queriendo reencontrarnos con esa niñez que sabemos nunca volverá. La madre es la esencia del amor.
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