“Todo apunta al
desvarío, todo empuja al abismo y a la zanja.”
Testamento de tus
ojos. En ‘Huesos de mi último árbol’, Mireya Zúñiga Noemí, 2012.
Se abren las hiedras en su vigilancia de muro
nocturno, en su violencia de diluvio prehistórico sobre las piedras canteadas
por la luna. Un rezongo de cañas allá por el bajo cabalga la negrura perfumada
de las rosas mustias y los lejanos cardúmenes que cruzan fugaces espadas de
plata la bajamar del horizonte insomne. Las siluetas llevan antorchas
iluminadas y perros vagos siguiéndolas en su hilera de fuegos por la noche, en
su fervor funerario, en su desolación embancada en la eternidad de las arenas. Las
siemprevivas estallan sus colores de rojos oscuros y amarillos soleados, sus
blancos genuinos y sus rosados imperceptibles, hilando la lana verdiazul de los
sahumerios que socavan las honduras de sombra de los altos pastizales. Lo demás
va decantando bien avanza el nocturno, la serena consistencia de los árboles,
el espejo de agua que ya no refleja las iridiscencias de las libélulas, los
crujidos de la sal de roca en sus empegos, el último naufrago asediado por las sirenas. Ilimitadas variantes del espanto intentan fragmentar la opacidad
sigilosa de los acantilados, el misterioso deambular de los celacantos, las
cárcavas que dejo la lluvia, descifrar los mapas trazados en el rojizo ocre
nostálgico de las hojas del otoño vencido, consignar la profundidad esencial de
los charcos que no reflejan las lunas. Es inútil, el idioma de los musgos y las
dalias se ha perdido para siempre, como la tierra aquella prometida y el
florido paraíso de gladiolos y el magnolio. Retumban los tambores del destierro
en los púrpuras y los mármoles desvastados por las veleidades de un ayer que no
ocurre y la tortuosa vigencia de un mañana inesperado, en esa caótica sucesión un
vaho de premoniciones inunda la madrugada que viene en su garúa impenitente. Las
quietas anclas corroídas que duermen abandonadas en los muelles abandonados
declaran en sus herrumbres los precisos testimonios de lo irrecuperable, la
siniestra intangibilidad del todo, la errada devoción por lo perpetuo, la impermanencia
que degrada toda palabra, todo pensamiento, toda obra, hasta su disolución en
la nada, también la ilusoria existencia de los pájaros y los estambres. Alguien
sucede en los congelados abalorios de las consteladas estrellas, abre los
brazos abarcando el universo desatado, la mínima incerteza de la tierra humilde
en sus pastos y la majestuosa certidumbre de volver a ser polvo hasta el final
de los tiempos, cuando su arcilla encuentre las concavidades de la muerte.
Amanece.