miércoles, 7 de enero de 2015

TERCIOPELOS


Ya no hay nada que decir, solo hay la necesidad viciosa de seguir diciendo. La brusca discontinuidad de la memoria que se erige como un muro de barro vestido de los musgos de las lluvias del último invierno, esencias de madreselva en las tardes frescas, las rosas, las dalias, el ciruelo, el vuelo silencioso de una lechuza blanco fantasmal contra el azul oscuro de la noche serena en la puerta de la casa de madera donde seguía lloviendo aun después de la lluvia, eran densos goterones, espaciados e intermitentes que hacían más frío el frío del invierno porque eran nocturnos y quizá misteriosos para el niño que miraba por la opaca ventana, la calle larga que hacía ruborizar el atardecer ya cercano a la penumbra inicial, allí en la esquina los amigos que descreían del mundo y lo derrumbaban en el nocturno del Tango Bar y volvían a construirlo al filo de la madrugada para tener de que hablar o escribir al día siguiente, la misma esquina donde de pronto vino a mí la fundadora, entre el murmullo de las cosas y las gentes tuve la premonición de su largo pelo suave y la voz de silencios que iba a ser mi tormento de los años por venir. Traía la estirpe en semilla para que yo, en las cumbres del miedo viniera a justificar su noche mas larga de todas mis noches. Era ella. Venia a establecer la casta de mi soledad y mis ojos, de su largo pelo suave y su boca, venia a fijar los rumbos según sus propias estrellas, sin cartas de marear ni mapas de lugares, solo con el instinto de hechicera que sabe de las magias necesarias para cambiar las direcciones de los vientos, torcer las corrientes oceánicas, desviar los cursos de los ríos y desbaratar geografías. Y desde entonces navego desesperado por los siglos y los días, porque también tiene poder sobre el tiempo, tratando de entender si su norte de ayer noche es el mismo de esta madrugada de nieblas donde solo ella es el faro perdido de mi salvación para siempre (i). La consistencia impalpable de tiempo ido, la esencia de lo irrecuperable, las semillas que brotan, crecen y florecen en los vagos jardines subterráneos del aquí y el ahora, la persistencia inviolable de lo que no herrumbró el olvido ni las penas o alegrías que se sembraron después en los mismos surcos. La envidia non sancta de no haber escrito yo las tres frases que concentran los colores que le gustan a la Pili: Las sombras de los árboles eran moradas (ii). El frío de la noche tenía incrustaciones de violetas (iii). Rojo el sol se hundía, la tarde arriba era violeta y púrpura (iv). Y aquella que justifica los errores y las traiciones, los pecados y las mentiras, mis pequeñas miserias y mis burdas vanidades: Yo puse en ti el fuego que te devora. (v)

Notas bibliográficas.-
(i) “Del origen de la Raza”, en Breves Relaciones de viajes a los Mares Interiores, Rubén D. Ramírez Rodríguez, Antofagasta 1995.
(ii) El Cristo de la rue Jacob. Severo Sarduy, 1987.
(iii) Pequeño relato de fantasía. Francisco Antonio Ruiz Caballero, 2006.
(iv) Rojo. Francisco Antonio Ruiz Caballero, 2006.
(v) Ezequiel 28:18.


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