viernes, 18 de marzo de 2011

EL CIRCUNNAVEGANTE

En saliendo de puerto navegamos con buen viento por el río de aguas antiguas y turbias, de un verdor apagado pues habían recorrido leguas y leguas desde la nieve cristalizada de los montes donde fue fría y transparente, después las llanuras de los parronales de vides sedientas, siempre a la espera de los otoños de la vendimia, y luego medio fluyendo usurpando afluentes o medio infiltrada percolando las ruinas enterradas de civilizaciones sin nombre, las raíces de los castaños de una plaza que aun era tierra inexplorada, los mantos soterrados de negras arenas volcánicas, para ir a aflorar como vertientes cantarinas en vegas y pajonales para volver al ancho río navegable por el cual dimos después de tres días con un mar glauco, a veces azul espumoso, donde flotaban los restos del continente que se desbarataba en arcillas y maderos y hojas descoloridas de una botánica irreconocible. Mar adentro un oleaje suave y unos vientos bien intencionados nos llevaron entre luna y luna a las costas de junglas y bosques enmarañados de territorios desconocidos. Pero seguimos costeando sin desembarcar hasta entrar en un mar extraño de agua dulce y color ámbar donde nos acompañaban delfines rosados y rozaban la nao inmensas serpientes con sus cuerpos deshilachados y el esqueleto expuesto carcomidas por pequeños peces anaranjados de filosos dientes. Y no era un mar sino un río de orillas invisibles que desaguaba un continente de altas nieves y lluvias eternas. En la desembocadura divisamos bandadas de aves blancas como fantasmas y orquídeas gigantes rojas como la sangre y sirenas de labios morados y piel aceitunada que cantaban con voces roncas canciones de marineros perdidos. Seguimos costeando hacia el mediodía iluminados en las noches por las estelas de peces voladores que en sus vuelos arrastraban las noctilucas provocando fogonazos fosforescentes de un azul-verde intenso e irreal. De día nos envolvía una bruma espesa de un violeta pálido como si navegáramos en una nube de polvo de un arenal de amatista molida y reluciente. Muchos días después arribamos a la salida de un río de agua salada, estrecho y tortuoso que el Capitán nombró con su nombre porque era la entrada buscada y rebuscada a otra mar océana, a la que llegamos de madrugada asustados de los fuegos que vimos a lo lejos en las orillas a lo largo de todo el río de agua de mar. Cruzamos la nueva mar océana en tantos días con sus noches que supimos era el infierno de los mares y castigo de navegantes ilusos, Pero lo cruzamos de oriente a poniente a pesar de malos vientos y las calma chichas y tempestades desaforadas con relámpagos del color de las estrellas, y los fuegos de Santo Elmo con sus llamas blanco-azuladas que aparecían en los extremos de los mástiles o de las gabias o en los cabos tras una tormenta, y calamares monstruosos más largos que la nao, que nos palpaban con sus tentáculos para ver si éramos un cachalote herido y comestible. Olvidamos las penurias y los horrores cuando divisamos en lontananza unas islas verdes como esmeraldas milagrosas y en cubierta formamos una ronda de niños bailando alborozados mientras el Capitán solo en la toldilla del castillo de popa lloraba de puro orgullo. Se nos fueron las semanas y los meses entre los gratos laberintos del archipiélago, eligiendo los mejores y más sabrosos frutos jugosos, las mujeres más jóvenes y hermosas, las aguas más puras y cristalinas, las carnes más tiernas y apetecibles de los animales de una zoología sorprendente. Retomamos el rumbo al poniente saciados de paraísos y con el Capitán muerto y lanzado a su mar océana con todos los honores de Gran Navegante. Lo demás es historia conocida, volvimos al terruño tres años y veintisiete días después y sin un día vivido según la bitácora del cartógrafo italiano. En llegando, los dieciocho sobrevivientes en camisa y descalzos, fuimos con antorcha en mano a visitar el lugar de Santa María de la Victoria y de Santa María de la Antigua según lo habíamos prometido.

Nota.- Versión muy libre a partir de “Magallanes: El hombre y su gesta” de Stefan Zweig (1938) y “Il primo Viaggio intorno al Mondo” de Antonio Pigafetta (1524).

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