jueves, 28 de abril de 2011

RÜTTERSTRASSE 189

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra.

La casa de Asterión. Jorge Luis Borges, 1949.

La casa parece vacía desde siempre, un hirsuto y salvaje jardín así lo advierte con su desgano hosco y con su quietud petrificada. Una verja baja, de madera, pintoresca y amigable, separa el camino público de la intima región que la circunda y le pertenece. Después, la franja de unos pocos pasos del jardín descuidado, abandonado a la libre voluptuosidad de su vegetación. Aun no hay flores, solo ramajes, troncos, hojas, los verdes son pálidos, desvaídos, como reflejando una escondida tristeza. Todo tiene esa vegetalidad caótica de un bosque lejano, y la verticalidad de árboles tupidos allá atrás soportan el enrevesamiento de los arbustos y los árboles más cercanos a la verja. Un rastrillo apoyado en un árbol detenta el recuerdo de un jardinero que dejó su labor a medio hacer, porque debió irse o huir. La hiedra inicia su abrazo vegetal escalando el tronco más antiguo. Un árbol de nudoso tronco concentra el dolor retorcido de todo el mínimo paisaje. Una maceta de greda roja sobre un plinto hecho con un madero, posee la vaciedad estremecida de los tiestos sin flores de las tumbas de los cementerios en invierno. Hay un muro delantero pintado de un blanco quieto, puro, que parece separar el jardín de la casa, o que da a un zaguán oscuro con un ancho portón, cuadrado, brusco, burdo y agresivo, enrejado con delgados hierros verticales. Al lado, una ventanita de arco con una reja de hierro forjado endulza el frontis desmintiendo su prima imagen carcelaria. A continuación viene una tapia entejada, del mismo blanco apagado, con la ternura de una puertecita enrejada con la misma forja y arco de la pequeña ventana, que da hacia un patio lateral desde afuera vedado a las miradas de los caminantes. Pedacitos de cielo gris apenas se atreven a brillar entre la tupida arboleda, la tapia y el tejado. Un farol de vidrios blancos en medio del jardín, entre los matorrales, predice una luz ciega, solo posible en las noches sin testigos. Otro, más breve y formal vigila en la tapia al lado de la tímida puertecita. La casa misma, atrás, no se alcanza a visualizar, solo se bosqueja apenas un segundo piso más misterioso aun, de un color indefinible, oscuro y muy antiguo. Es en esa casita hermética, desolada, donde se cuenta que vive un hombre solo, al borde del bosque que por ahí comienza, inmerso en un ámbito de descuido, de aislamiento y vacío. Su misterio posee desde hace casi veinte años la curiosidad despreocupada de los pocos vecinos. Nadie sabe que hay detrás de esos muros, allá adentro de esa casa silenciosa habitada de esa siniestra ausencia, nadie adivina lo que allí sucede o sucedió, si hay alguien que cavila talvez memorias de un amor muerto o perdido, o esconde perversiones inconfesables o crímenes sangrientos, o quizás solo es un hombre abrumado de una soledad innata, dolorosa y sorda, hervida en la leche amarga del desamparo, el despecho, el desengaño. O quizá no hay nadie casi nunca y la dejadez del jardín, y el sosiego inquietante tras las rejas son las banderas del hastío de quien ya ha navegado todos los mares y caminado demasiados territorios. Poco más allá en un curioso detalle hay un cartelito, “Kröten-wanderung”, que avisa que es una vía de migración de ranas, que verdosos anuros pasean por ahí y hay que evitar aplastarlos, y otro, “Wasserburgen-route”, que indica que la ruta va a un turistico castillo de vetustas murallas y su foso de aguas. Ahí, en Merten, detrás de la casa de la dama de cabellos plateados y sonrisa dulce que no sabe el nombre de la calle, y cuyos ojos verde pardos y marrón claro suave con reminiscencias de ocres otoñales una sola vez en los tantos años vieron al hombre del secreto, al furtivo habitante de la casa vacía, que apenas saludó, para desvanecerse después en la trabada jungla de su propio enigma.

Nota del autor.- Texto escrito a partir de la fotografía y los apuntes de lugar de Hilda Breer, a quien por cierto se agradece la grata inspiración.

1 comentario:

  1. entre con otro navegador y puedo ver la foto!!!!
    Hilda Breer

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