martes, 21 de junio de 2011

INVERNAL SUCINTO

Estropicios del invierno en su entrada triunfal, ese arrasamiento de árboles vetustos, de astromelias, de indefinidas florcitas blancas aterrorizadas por los vientos súbitos y los goterones penetrantes que se descuelgan convexos e ilusorios de los tejados y las ramas desnudas, vacías y otoñales, de los ciruelos y las higueras. Las pequeñas furias trepidantes de la lluvia jugando con los colores de las luces de las calles, reflejando, refractando, haciendo destellar hasta la belleza las banderas tricolores de los semáforos, los breves soles y lunas de media altura del alumbrado callejero, los ojos rápidos, vidriosos e iluminados de los automóviles cuando vienen y sus heridas sangrientas, destellantes, cuando van. El asfalto mojado deviene espejo total, ruidoso y vidreante, como un óleo derramado. El frío saja, quiebra, disgrega, acomete como un delfín de hielo la piel al borde de cristalizar y llevar al cuerpo tiritando a someterse y encorvarse como un feto a punto de ser parido. La mañana ostenta la quietud congelada de un cementerio florecido, la cadencia incierta de los glaciares, el ritmo muerto de las piedras cubiertas de nieve de las cordilleras en las ventiscas. La tarde es un espacio de silencios, de torpezas a medio camino, de charcos que reflejan un cielo gris, con sus nudos de aguas diminutas y el sopor quebrado de las tempestades marinas. La noche abusa de nostalgias, de fantasmas destruidos, de húmedas hondonadas donde duermen ateridos los demonios vencidos. El invierno es sonajera de aguas, barrosas tramas en la tierra embebida, goteras y pozas, abunda en grises brillantes, en verdes nacientes, en una opacidad contorsionada, circular, en un aire claro como una lupa, abunda en exuberantes ausencias, en sonidos repetidos desde la infancia, en horas tan tranquilas que no poseen memoria. Hay liturgias, ceremonias, orgías y bacanales enredadas en las grietas que van dejando los aguaceros, hay pájaros entumidos e insectos invisibles en el paisaje violentado por las gélidas invocaciones. Nadie sabe donde termina el invierno, en que lugar se esconden las lluvias, los vientos, el frío, las nieves que rebosan las alturas telúricas, la soledad silenciosa de las aves, o esa suerte de evocación no consumada que atrapa el alma en sus aparejos escarchados. Una mirada, con su melancolía abierta, cruza el cristal de la ventana, roza en el jardín las ultimas rosas, atraviesa la verja de hierro negro, la vereda, la calle, el techo de zinc de enfrente, la silueta oscura de un ramaje deshojado, y se pierde en un cielo nublado con promesa de lluvia. Las palomas entristecen el día en su caótico afán de recuperar el estío. Vale.

Imagen: Ayer, aquí. Fotografía del autor.

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