viernes, 8 de febrero de 2013

DESCONCIERTOS DEL ESCRIBIENTE

El desierto lunar con sus luciérnagas en su negro terciopelo, las luminiscencias de las constelaciones trazadas en el nimio pergamino con la prolija mano del fauno en privilegio de perdidas bravuras, la vastedad translucida de un océano de hielo milenario, las blasfemias escritas en el polvo, en la aun tibia ceniza funeraria, en el vidrio ciego del ventanal empañado, signos, símbolos, imágenes que han perdido su significado, intraducibles retruécanos de pordiosero. El desquicio y la ponzoña allá en lo alto del índigo a la manera de augurios siniestros, la evocación de las magnolias y las violetas escrita con vicioso detalle en la bitácora del destierro. La efímera sensación de la decadencia, de la palpación del alabastro abrumador y frío, la mansedumbre del testigo despiadado, el sendero de los abrojos y el de los crisantemos, el murmullo del agua con sus jaculatorias herejes, colapso, amargura o escarmiento. Bajo el vernáculo aguacero de los quebrantos, andariego y autárquico, bufón de toda las reinas y de todas las meretrices, devorador de los otoños y de la falacia de la mandrágora, soberbio escarabajo del crepúsculo. La palabra marmolada y sin clemencia con su misericordia de libélula o sus perjurios de albatros, navegaciones en cristerías, en arrabales, en la turbiedad insana de los albañales, en los preludios. La melancolía del incienso, del sándalo, del tungsteno, de la intimidad de las medusas menguantes, de su alquimia y su vértigo y su resonancia, entreverada en el púrpura del ocaso y en el jolgorio de las madreperlas. La quietud del varadero de ultramar donde la brisa se venía de ámbar y alelí, mientras el verano devoraba los amarantos dejando una reverberancia de color carmesí y un aroma de mariposa. Todo va cuajando en un ronroneo perverso, como un dibujo a carboncillo de siluetas deformadas en los reflejos de la escarcha. En la luminosidad contenida del último farol, a la vuelta de la esquina, hay una dulzura, una fugacidad, un rostro de soslayo y unos ojos dormidos, inviolada comarca donde persiste una pequeñita vehemencia de insecto o de pájaro. Una mujer dolorosa observa apoyada en el alféizar de un altísimo ventanal como se ensombrece la tarde decimoquinta, pero su mirada nostálgica está ya en un abril lejano buscando el día en que amanecerá distinto. Toma un libro, lo hojea y lo deja, mira el mar, se entristece y eleva la mirada hacia el vacío añil de su cielo, mira el río, se abruma de soledad y llora. Es todo.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. ahor tendre tiempo para leer con atencion todos sus escritos......ya le comentare....... saludos

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