jueves, 5 de septiembre de 2013

RUMORES CALLEJEROS


“—la luna era ahora un borrón de tiza—“. Colibrí. Severo Sarduy.

Cantan la guaracha honda y acontecida con sus modulaciones de barro hueco, caña madre de manos pomairinas. Las esfinges morenas, regordetas y sonrosadas aplauden desde la última fila a contracanto de las rechiflas de los pomposos vagos de la primera. La pochito cosa silba desde su invisibilidad de nieta consentida asombrando con sus hechicerías barrocas al viejo que escribe estas notas para matar la tarde fría y algo brumosa que se reparte detrás de la ventana vidriada y los barrotes de claustro medieval. Una bandada de tordos urbanos picotea las migas frente al alto muro penitenciario. Por la calle larga vienen y pasan luces amarillas a pesar del día, o siluetas marchitas caminando con el rostro entristecido, una espiral de palomas aterrorizadas se eleva huyendo del chimango que planea depredador y soberbio. Los ombúes van despertando del invierno, anchos y desproporcionados, con sus ramas lerdas como arbolitos de cuento para niños relatado por un aviador extraviado para siempre en un mar mediterráneo. El denso lejos de un olivo sin pájaros posibles se recorta hacia el oriente cordillerano con su silencio verde quieto  contra le brumosidad de la atardecida. Allá por el frente arde un fuego de largas llamas verticales, de leña inadvertida o quizá carbón de espino, en presagio de una noche de carne asada y secreta cumbiamba. Los estragos del azogue condensan la humedad que entra por las rendijas, el vaho de las respiraciones, y el perfume agonizante de las mustias flores atrapadas en un florero de cristal. El espacio se va enturbiando como la anochecida ciega de afuera que recorre las calles a ras de suelo entre las patas de los perros. Alguien se asoma furtivamente por la ventana, alguien susurra una lastimosa plegaria, alguien abre una puerta e irrumpe desapareciendo en la grietas del piso, su presencia momentánea solo la percibe la llama de una vela que parpadea en medio del aire quieto del cuarto. Sobre la mesa sin mantel hay un cenicero y una carta sin abrir, dos monedas de cobre y un pequeño puñal de plata labrada. Como si se viniera acercando se escucha el son atravesado de la guaracha y las voces chillonas de los bailantes, la música es alegrona pero la letra desengaña, un sabor de aguardiente de caña y tabaco despierta las flores marchitas como avisadas de primavera. No alcanza a irse aquel bullicio jaranero por debajo del silencio cuando ya retumba en la esquina opuesta la sonajera de las tamboras y del güiro de la cumbiamba, una alegría tintineante entra por las rendijas con sus destellos de coloridas polleras y sombreros de paja. Pero también el contento pasa disolviéndose en una calma sin ecos y alguien se queda silbando los últimos compases cumbianceros. Arriba ya es la noche, y la luna era ahora un borrón de tiza.


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