[El
Otoño te trajo, mojando de agonía, tu sombrerito pobre y el tapado marrón, eras
como la calle de la Melancolía, que llovía, llovía sobre mi corazón. (i)] Vendrá
caminando por el lado norte de la lluvia, invadida de sus penas, caminantes
como ella, por el espejo de la vereda y en los charcos entrando en los
crepúsculos, sosegada inmersa en el silencio, desvastada. Sobre los artilugios
del destino (o el azar) dispondrá las copas en la mesa, el pan y el corazón en
trozos, la sonrisa como ida o por lo menos distante, los ojos eternizados en la
vastedad de los inviernos enlluviados. Sufriente de ternuras atrasadas dibujará
con las migas en el mantel cuadriculado el portulano de sus intentos, escribirá
el listado de los rumbos extraviados y el registro preciso de las singladuras
de sus travesías inútiles o equivocadas. Aquellos perfectos desengaños. Puerta
afuera los dolores, las palabras y los paraguas, la sensación de ser no siendo
y el incierto horizonte de gaviotas y mar y negras arenas, allá más lejos la
finura de los adioses sin lagrimones de desencanto ni los tenebrosos reproches
del desespero. Para adentro, los labios sellados, el libro inconcluso de los
insomnios y los reflejos del día arremolinados en los cristales. La turbia
soledad decantando las minucias que quedaron de los sueños y un rostro,
repetido y constante, desdibujado por el tiempo sin la certeza del amor que
decretó las penurias del olvido. El anillo de oro con una perla y el reloj triste
de la bifurcación (del error o del azar) perdidos a propósito en los ciegos
cajones que se cerraron para siempre quizá donde, después que el barrio se hizo
ajeno y la esquina y la plaza se cansaron de esperar. Se desataron los tiempos a
lo largo y la distancia insobornable en su tráfago imperioso de miserias humillantes
y sus breves alegrías, se fueron borrando los números siniestros de los
descoloridos calendarios y florecieron flores imposibles en un retorno de
pantano y de oscuro laberinto. Lo demás se quedó traspapelado en versitos que
sus ojos no leyeron y en las rosas que su mano no tocó. Así la pienso ahora
cuando los árboles deshojados tascan las tristezas de lo que hace muchos años no
fue y se me viene feroz la noche incesante en su derrumbe y su ausencia. [Yo no la quería cuando la encontré, hasta
que una noche me dijo, resuelta: Ya estoy muy cansada de todo... Y se fue. ¡Qué
cosas, hermano, que tiene la vida! Desde ese momento la empecé a querer.(ii)]
(i) María.
Tango. Cátulo Castillo
(ii) Quién hubiera dicho. Tango. Luis César
Amadori
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