domingo, 10 de agosto de 2014

DESHOJES


[El Otoño te trajo, mojando de agonía, tu sombrerito pobre y el tapado marrón, eras como la calle de la Melancolía, que llovía, llovía sobre mi corazón. (i)] Vendrá caminando por el lado norte de la lluvia, invadida de sus penas, caminantes como ella, por el espejo de la vereda y en los charcos entrando en los crepúsculos, sosegada inmersa en el silencio, desvastada. Sobre los artilugios del destino (o el azar) dispondrá las copas en la mesa, el pan y el corazón en trozos, la sonrisa como ida o por lo menos distante, los ojos eternizados en la vastedad de los inviernos enlluviados. Sufriente de ternuras atrasadas dibujará con las migas en el mantel cuadriculado el portulano de sus intentos, escribirá el listado de los rumbos extraviados y el registro preciso de las singladuras de sus travesías inútiles o equivocadas. Aquellos perfectos desengaños. Puerta afuera los dolores, las palabras y los paraguas, la sensación de ser no siendo y el incierto horizonte de gaviotas y mar y negras arenas, allá más lejos la finura de los adioses sin lagrimones de desencanto ni los tenebrosos reproches del desespero. Para adentro, los labios sellados, el libro inconcluso de los insomnios y los reflejos del día arremolinados en los cristales. La turbia soledad decantando las minucias que quedaron de los sueños y un rostro, repetido y constante, desdibujado por el tiempo sin la certeza del amor que decretó las penurias del olvido. El anillo de oro con una perla y el reloj triste de la bifurcación (del error o del azar) perdidos a propósito en los ciegos cajones que se cerraron para siempre quizá donde, después que el barrio se hizo ajeno y la esquina y la plaza se cansaron de esperar. Se desataron los tiempos a lo largo y la distancia insobornable en su tráfago imperioso de miserias humillantes y sus breves alegrías, se fueron borrando los números siniestros de los descoloridos calendarios y florecieron flores imposibles en un retorno de pantano y de oscuro laberinto. Lo demás se quedó traspapelado en versitos que sus ojos no leyeron y en las rosas que su mano no tocó. Así la pienso ahora cuando los árboles deshojados tascan las tristezas de lo que hace muchos años no fue y se me viene feroz la noche incesante en su derrumbe y su ausencia. [Yo no la quería cuando la encontré, hasta que una noche me dijo, resuelta: Ya estoy muy cansada de todo... Y se fue. ¡Qué cosas, hermano, que tiene la vida! Desde ese momento la empecé a querer.(ii)]

(i) María. Tango. Cátulo Castillo
(ii) Quién hubiera dicho. Tango. Luis César Amadori


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