lunes, 26 de octubre de 2015

BREVE RELACION DE LAS EXEQUIAS DEL CRIADOR DE LIBELULAS


A Francisco Antonio Ruiz Caballero, sevillano a mucha honra y maestro de palabras, esté donde esté.

Lo encontramos tendido sobre su lecho, tieso, cristalizado en ese instante eterno en el que toda vanidad es patética e inútil, boca arriba mirando el techo con sus ojos glaucos de muerto elegante abiertos congelados en ese su último asombro de cuando vio la muerte entrar silenciosa como una etérea babosa transparente por debajo de la puerta y erguirse como una silueta difusa que se iba lentamente transformando en una dama de riguroso luto, alta, delgadísima y tan hermosa que le dolía mirarla. Al principio nos asustó un rumor misterioso que ocupaba la mitad del volumen del salón, (la otra mitad la ocupaba su tibio y ambiguo perfume dulzón), y que no sabíamos de donde provenía, pensamos que eran los murmullos de su fantasma desolado que se resistía a entrar en la muerte, hasta que nuestros ojos se adaptaron a la tenue luminosidad que entraba por las pequeñas ventanita cubiertas con unos raídos tules de un color que debió ser violeta, y vimos el enjambre de libélulas negras brillantes como aladas obsidianas y azules tornasoladas como fulgurantes engendros del demonio, revoloteando en una lenta espiral sobre el impúdico cadáver. Digo impúdico pues estaba semidesnudo en una actitud típica de vicioso onanista que me privo de describir en esta relación por respeto a las damas que de seguro la leerán buscando conocer algo de los postreros momentos de aquel que fue amigo entrañable, y quizá algo más, de la distinguida y envidiada socialité, la hermosa como la muerte Baronesa de Essex, hermana de Su Eminencia el Cardenal Navrija-Sáenz. Por la brutal pestilencia que nos abundó de indecentes efluvios colegimos que hacía muchos días que estaba ahí muerto, borboteando en sus propias miasmas, esperando la requerida, merecida y digna sepultura mientras lo devoraban con sibaritas urgencias dos escarabajos amarillos y una afanosa miríada de voraces gusanos. El cuarto tenía ese aspecto lúgubre y ascético de una celda monacal, contrastando con el resto del castillo de exuberantes y recargadas decoraciones exageradas hasta lo barroco. En las blancas paredes carcomidas por el tiempo encerrado en las penumbras colgaba una mustia y borrosos copia litográfica de la pintura mural del ‘Ecce Homo’ de la iglesia de Borja, pero no del original de la obra maestra de Elías García Martínez,  sino de la imagen burdamente retocada por las manos ingenuas e inexpertas de la octogenaria vecina del municipio, doña Cecilia Giménez, el Cristo de Borja. Nos quedamos ahí de pie cabizbajos en un respetuoso silencio por un largo rato esperando que los fúnebres fulgores rojo carmesí del Stabat Mater cesaran, que fue en el mismo momento en que la gotera que embebía el lívido púrpura de sus labios dejó de caer, entonces abrimos las ventanas para que huyeran las libélulas, envolvimos sus mortales y pútridos despojos en una alfombra veneciana y lo arrastramos, como las vacas muertas ahogadas que a veces sacamos del Guadalquivir, hasta el jardín de los jazmines donde los dos burdos muchachones que solían visitarlo habían cavado temprano, antes que llegáramos, su tumba. Allí lo enterramos sin más, soportando su hedor repugnante y espantando las libélulas que habían vuelto atraídas por el olor a cerdo podrido, a ángel podrido, a bestia podrida, ese aroma sublime y a la vez impuro como el de un Dios insolente. Vale.

Santiago de Chile, en Octubre 19 de 2015.


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