jueves, 8 de octubre de 2015

COINCIDENCIAS DEL DESTIEMPO


“…supo a los puntos del verso inspirar...”. E. Cadícamo

Era, (el verbo ha de estar en pasado vigente), un amor distinto, a contrapelo del terciopelo romántico de los otros amores antiguos que se disgregaron en las arenas de los vientos, este era más sereno, más quieto, más de mirarse sin decirse, y era más porque fue consecuencia de largas búsquedas paralelas por los parajes en deshora, de resabios de soledades distantes e inconsumadas, de insomnios en desolación y espera, búsquedas imposibles sin un rostro reconocible ni un nombre que quiebre los silencios, ni siquiera una difusa silueta o una sombra contra el muro, a ciegas, a tientas, sin esperanzas de encontrar lo que ya no se busca, apenas un espectro desdibujado que se escurría en las gotas que deja la lluvia en los vidrios, algo misterioso que no alcanzaban a trazar las palabras, indefinido por la intensidad del requiebro que opacaba cualquier razonamiento, pero seguían buscando, quizá más por rutina que por encontrar. Ella vagando en su alto solsticio de los vientos trepidantes, él divagando en la vertiente de la ciénaga de los espantos. Hasta que se dio la improbable coincidencia que fraguó el destino para que convergieran en un café y una plaza para que la amistad ferviente y ardiente se clavara entre los verbos y los barrocos a destiempo, florecida de complicidades implícitas, de juegos de falsa guerra, de continuos intentos con sus fracasos, de derrotas anticipadas y victorias circenses. Allí fueron lo buscado y lo hallado, acontecidos campanarios y urgencias desatadas, palabras que esperaban decirse y penumbras donde los silencios campeaban abiertos y en ristre, tabaco y menta, el jolgorio de unas demasiado pocas tardes, las caricias anunciadas. Ahí fueron lo que no habían sido, sin huellas ni mañanas, solo ellos sin espejos instaurados en la vigencia de un presente instantáneo, tercos caminantes en un desolado desierto conversando de amapolas y ruiseñores, de algas en los roqueríos y de los verdes pastos de abril. Y esa cercanía que trasciende lo físico y se hace intocable pero persistente, los confundió en un tibio vaho atardecido que se fue hundiendo en el nocturno de imaginarias luces de barcos imposibles. Porque quizás ese misterio que somos para el otro es lo que nos tiene capturados, ese saber que hay cosas en el otro que nunca conoceremos, y que cada día, hasta el último, iremos descubriendo reflejos desconocidos, oscuridades ocultas o los infinitos matices de las luces, imaginarias, que nos atraen (aquí el verbo ha de estar en este presente perfecto y también en un inescrutable e incierto futuro secreto) sin conocer su fin ni su sentido ni su significado.


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