viernes, 30 de marzo de 2012

EXORDIO DE MALAMOR

La discreta lujuria de un sueño con plumas y manos y helados espejos, la locura y después el escorbuto de la soledad navegando la sombría resiliencia, la lejía corrosiva de sus ojos esperando, apoyada en el alféizar preñada con bochorno por el arte desconchado de un titiritero de dramaturgias, murciélago instaurado. Borroso pergamino donde se han escrito los secretos enamoramientos de todas las princesas. Verde arboleda de marfil y quebrantos, crepúsculo de cristales y carmines, colapso de su primera lágrima y del último silencio, la inocencia posesiva y su asfixia fantasmal. Embeleso sublime como un ocaso o un susurro, como el anhelo de melancolía arrastrando por el lodo las quejumbres enigmáticas del arrabal del barrio bajo la garúa y un solitario jacarandá. Vereda del otoño que viene, chaparrón atenuando las sombras de las callecitas luengas. Faltaba la chaucha para el peso, la almohada amiga, el chocolate. El agua ambarina y la flor amarillísima del zapallo perpetrada de ironía y con cierto aire de jazmín. Minúsculo vagabundo que en su intriga equidistante se va con el bamboleo alegre y nochero de la verbena, centinela del atrio, indagador de la encrucijada entre la suavidad tímida del alba y el espiral a contraluz del otro hemisferio, singular, icónico en su sencillez de sol abandonado. Inconmensurable amante de las cañadas y los sauces arrimados a las acequias, tenaz escapista o ilusionista o mago intentando travestirse de heliotropo con sus ramilletes lila y su olor a vainilla. Allá en el recuerdo de más lejos, el aljibe, la verde esfera del boj y los zuecos de la abuela cloqueando en las piedras del patio. Entre niebla y cierzo la catarata humedeciendo la brisa. Entre la hierba el crótalo y un escondido tráfago de azucenas, arriba muy alto un sol helicoidal corona el septentrión. Bacanales de música, bambú y sándalo usurpando el añil. El silbar vertical de una cornamusa en el paraninfo, subiendo y bajando los peldaños con la invisibilidad de su hechura forastera, dejando un reguero de pachulí como las huellas deshilachadas de un paseo melancólico, austero de sonrisa y efervescente en dulces lloros escondidos. El resto es un desolado páramo autárquico, cuajado en pétalos y océanos, en arpegios y parábolas. Y tras cartón, la lujuria de un sueño con plumas y espejos, la resiliencia pervertida, la locura esperando en el alféizar los taciturnos murciélagos del atardecer que traerán un borroso pergamino donde se han escrito los sucesivos enamoramientos de aquella única princesa. Con Perdón.

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