“y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las tres carabelas.” El Otoño del Patriarca, Gabriel García Márquez, 1975.
Y ahí estaban con sus velas del color crudo del lienzo en que estaban hechas y las cruces rojas para distinguirse de los barcos de piratas y de los del imperio del turco. La Niña, carabela de Juan Niño, La Pinta, carabela de un Pinzón y de Quintero y la nao Santa María, nombrada así en honor y gloria de la Virgen de La Rábida, Santa Maria de los Milagros, que encalló después en la costa norte de La Española, la isla que los taínos llamaban Haití, y con sus maderos se construyó el primer fuerte en esta América mancillada. Ahí, a la gira, carcomidas por los gusanos de barco, con sus palos inertes y sus velámenes raídos, y sus cordajes deshilachados de tanto Atlántico sin ver tierras de las Indias y noches iluminadas por los fuegos de San Telmo. Cansadas de navegaciones y sueños del genovés inspirado, soñador de dudoso origen y embaucador de guerreras reinas católicas, pero varón ilustre y distinguido. Fondeadas en esas aguas tibias en medio de tiburones y medusas estaban La Santa Maria y La Pinta cada una con su cebadera, su trinquete, su gavia y su mayor, y atrás su mesana drapeando, sus obenques y su bauprés, La Niña con la mar meciendo sus maderas de pino y chaparro con sus dos velas cuadradas y su mesana. Recordó el antiguo monumento inútil en un lugar de cuyo nombre no quería acordarse porque sus huesos de varón, de entre 50 y 70 años, sin marcas de patología, sin osteoporosis y con alguna caries, mediterráneo, medianamente robusto y de talla mediana estaban repartidos entre un suntuoso catafalco en la Catedral de Sevilla y una caja de plomo en la Catedral de Santo Domingo. Olió la brisa que le traía la sensación de la sal marina atrapada en las neblinas que levantaban los oleajes en los roqueríos de las loberas, y volvió a recordar que hacía treinta años las vio llegar, imponentes y extranjeras, entre el bullido de caribes y gaviotas asustadas. Y vio por primera y ultima vez al almirante, virrey y gobernador de las islas y tierra firme de las Indias descubiertas y por descubrir, hincado rodilla en tierra nueva agradeciendo a un dios invisible el haberlos salvado de las penurias de un viaje incierto coronado por el descubrimientos destos territorios equivocados. Y en el reflejo del vidrio cuarteado del ventanal de la sala de mapas vio el rostro barbado del descubridor, navegante, cartógrafo, almirante, virrey y gobernador general de las Indias al servicio de la Corona de Castilla tal como lo había reconocido en la pintura de la Virgen de los Navegantes de Alejo Fernández que pudo ver y tocar con veneración y escondido en la Sala de los Almirantes en los Reales Alcázares de Sevilla. Lo atragantó la nostalgia de las islas y archipiélagos dormidos, vírgenes y felices antes de la llegada de los godos, y suspiró aliviado al ver la tenue luminosidad del horizonte con las siluetas de las tres carabelas al trasluz del primer amanecer en esta la mar del Almirante.
* A la manera de don Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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