martes, 13 de septiembre de 2011

TRANSEÚNTE

Anduvo por los riscos de la soledad extrema, dubitativo, sin quejarse, caminó las leguas de los arcanos, los senderos donde el olvido va dejando en la piel un polvillo azul brillante que se mete en los poros y hace ver las mismas visiones que volvieron loco a Pascal ante un Universo que le parecía tan inmenso e inexplicable que abandonó las matemáticas y la física para dedicarse a la filosofía y a la teología. Recorrió los bordes de los abismos del desengaño, hundió sus pies en el barro de penumbras que rodeaban Tenochtitlan, las albuferas de aguas salobres de la Mar Chica de al-Magrib y las infinitas extensiones de la tundra de suelos pantanosos cubiertos de musgos y líquenes y turberas del Artico ruso. Huía, ultimo vástago de una estirpe de santos y ermitaños, del tumulto, de las voces de las calles, del afán inútil y la esperanza vana, huía de los demonios de mil caras afables y cuatro mil tentáculos ponzoñosos, huía de la sonajera, del carnaval destemplado detenido en la ultima copla como si el canto hubiera enfurecido a los dioses y estos, cerrando los ojos, hubieran dejado de pensarnos para siempre. Se cobijó en las cuevas habitadas de murciélagos milagrosos de alas iridiscentes y cuerpos transparentes, se sumergió en un profundo bautismo esencial donde vislumbró en la lejana turbiedad abisal el nado silencioso y milenario de los celacantos. En una breve temporada de largos días lluviosos tradujo los textos canónicos de una religión sin dios que recomendaba el desapego y la saciedad para lograr la iluminación. Días hubo en que se dejó llevar por la desidia y aprendió el goce del ocio cultivando nopales y criando gorriones sin enjaularlos. No miraba el cielo para no emborracharse con la falacia de un Creador omnipotente ni maravillarse de sus celestiales maravillas, además porque llegó a saber que la tanta grandeza del Universo era más coherente con un politeísmo desaforado que con un monoteísmo ególatra. Cuando sintió que su viaje terminaba frente a una escollera que separa dos mares, uno azul profundo y otro verde somero comenzó el regreso por los mismos caminos, senderos y huellas, hasta que reconoció el cotidiano trivial, los frívolos atardeceres y las noches vacías, y ahí supo que había vuelto al risco de la soledad extrema, y entonces anduvo tres días más y se detuvo. La última vez que lo vieron estaba cavando un pozo para regar sus nopales y dar de beber a sus gorriones.

Imagen: Escultura “El caminante”, bronce, 1985, de Juan José Eguizabal, ubicada en Plaza del Arca, en el País Vasco, Álava, Vitoria-Gasteiz.

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