jueves, 25 de marzo de 2010

GRIFFINIANA (EN BUSCA DEL INDICE REFRACTIVO)

Hace cinco días que tome la decisión de ser invisible. Lo venia pensando desde que cumplí los cincuenta y cuatro años, primero fue como planear una aventura surrealista, un viaje a Manaos o un relato por escribir, después, lentamente, de tanto pensarlo y darle vueltas se me fue convirtiendo en una obsesión inquietante, en una angustia sicótica similar a las que me venían cada vez que me enamoraba de alguna mujer imposible. Mi primer intento duró tres días, pero el hambre me venció y me rendí a la evidencia falaz de que los demás igual me veían. De ahí comencé a planificar el próximo intento. Ahora conociendo mejor las limitaciones y las desventajas de ser invisible. Me aplique a conocer los sitios donde hubieran maquinas dispensadoras de refrescos y alimentos, aprendí a subir a los autobuses por la puerta de atrás, a entrar y salir de la casa sin hacer ruido, a caminar por entre el gentío sin tocar a nadie ni dejar que me tocaran, a no mirar a los ojos ni a la cara, a caminar como si fuera albino miope o un ebrio a mediodía. Desarrollé la forma pasar desapercibido en los sitios públicos y desaparecer en los cuartos vacíos o las iglesias en deshora. Estuve una semana haciéndome el sordo y otra el mudo, y una más mirando solo el suelo. Me compre ropas grises, opacas, formales hasta la ordinariez. Fui común y corriente, uno más, el hombre promedio, seguí el clásico consejo de mirarme al espejo y quitar todo aquello que me llamara la atención a la primera vista. El reloj, los botones con algo de brillo, el bigote, los zapatos demasiado bien lustrados. En eso se me fue un año y dos meses. Hasta que hace tres meses me di cuenta que ya estaba listo, y me despedí de la familia y de los dos o tres amigos que a veces frecuentaba. Avisé que me iba de viaje y que no sabía cuando volvería. No sé si me creyeron. Al día siguiente me fui a vivir a una pensión en el lado opuesto de la ciudad. Al comienzo andaba preocupado de no ir a los lugares donde siempre iba, a recorrer las calles del centro o las librerías acostumbradas, por temor a encontrarme con alguien que me conociera. Muchos dirían que me convertí en un mero Avelino Arredondo, y quizás tendrían razón, solo que a mi motivaba un objetivo egoísta y no un simple altruismo bakuniano. Lo cierto es que al segundo mes sin ningún encuentro imprevisto comencé a vivir mas tranquilo. Desde entonces pude ir elaborando mi plan con pleno dominio de mis facultades y dedicarme a desarrollar plenamente las artes del invisibilismo. Hace seis días, de pronto, supe de manera instintiva que ya lo había logrado. Esa noche previa casi no pude dormir esperando la luz de la madrugada. Apenas amaneció y una difusa luminosidad comenzó a dibujar el contorno de los objetos del dormitorio, me levanté ansioso y me asomé al espejo de la puerta del ropero. La vieja una azogada solo reflejaba el cuarto silencioso y vacío, sonreí, pero nadie sonrió en el inútil espejo. Vale.

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