jueves, 25 de marzo de 2010

EL EXAHEDRO

Al oriente la línea continua de los acantilados de calizas ocres y amarillas con los innumerables dibujos de los grandes huesos petrificados de dinosaurios imposibles, y los trazos verticales de las cárcavas que antiguos diluvios les infringieron a lo largo de las muchas centurias. Arriba un cielo brumoso, con retazos de un azul grisáceo, que no da ni esperanzas de frescas lluvias ni de un sol que entibie los rincones de sombras, Al fijar la mirada en el cenit se alcanza a observar el lento movimiento concéntrico de las nubes planas y gironeadas que aun así mantienen esa densidad caótica de los nublados de las mañanas en los mares del sur. Al poniente una extensa playa pedregosa de arenas gruesas, grises y con algunas dunas casi negras, a lo largo de ella una triste colección de embarcaciones varadas, que elevan sus arboladuras rotas, quebradas, con sus cordajes colgando mustios como musgos de una selva reseca. Abajo el agua cristalina y muerta de un cenote ilimitado, refleja ese cielo tristón de nubosidad gris con una inquietante ausencia de aves, y hacia su profundidad sin fondo la transparencia va cabalgando los innumerables azules fríos hasta negarse en un negro absoluto, misterioso, como un invertido cielo sin luna. El meridión es el desierto, arenas quietas, viento polvoriento, sudor, infinitas extensiones de sedimentos calcinados, un vacío de cualquier elemento que no sea polvo, piedras, y la reberverancia ardiente de los espejismos en las lejanías imponentes. Hacia el septentrión están los bosques hirsutos de verdes cambiantes de los que se eleva denso y lento un vapor de agua madrugadora, hay bullanguería de pájaros y aullidos ululantes de animales en celo. En el centro mismo el vacío, como una esfera a primera vista transparente pero de una opacidad más bien translucida que impide ver a través de ella, y solo refleja apenas el interior silencioso del observador atrapado.

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