martes, 16 de marzo de 2010

DEMONIZACION DEL TIEMPO

Hay una extensa planicie de arenas amarillas que hierven bajo el reverbero del mismo sol que inundo los espejos guerreros de Arquímedes de Siracusa y los trigales desesperados y los cuervos inmóviles de Vincent poco antes que el eco de una rama reseca que se quiebra esparciera su muerte entre las espigas asustadas. En la planicie fulguran acerados destellos de cuarzos del tamaño de un puño en cuyas facetas translucidas están escritos signos no alfabéticos, misteriosos y vanos como rastros de babas de caracoles o surcos de lombrices después de las lluvias, indescifrables. Nadie los lee, los traduce o los decodifica. Sus significados están perdidos para que sus profecías se cumplan en la grandeza de lo hermoso pero inútil. Allí en las grietas buriladas que dan forma y línea a los signos crecen infinitesimales cristales solares de amatista como un jardín de claveles imposibles. Entre los cristales mínimos hongos casi fósiles detentan el dominio del tiempo. El día se diluye en un atardecer rojo (en el mágico arrebol de un lento atardecer, cantó ella) y siniestro, huyen hacia un horizonte solidificado cardúmenes de peces sobre el índigo febril. La noche es fresca y constelada, con el relente al borde del absurdo. En su silencio se filtran los crujidos de los cuarzos, el susurro del desgranar monótono de pequeñísimos cristales, y en el aire quieto se van elevando diminutas nubes de esporas violetas que se esparcen somnolientas y efímeras. La madrugada trae desde un mar siempre lejano, acaso inexistente, una humedad salina y ponzoñosa. Lentamente las esporas inician la construcción de los cuarzos del día venidero.

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