martes, 5 de octubre de 2010

EL MEMORIAL DEL CONDE

Si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas. Carolus Linnaeus

Su mundo era denso, ceñido, multitudinario, saturado, lleno de siluetas en los muros, de árboles y pájaros, de macetas y botellas de color, de campanas, de fósiles de amonites, de estatuillas del Buddha, de seres desconocidos que se reflejaban una y otra vez en los espejos, en las esferas de bronce, en la humilde concavidad de las cucharas de alpaca que dormían ordenadas sobre el terciopelo verde del fondo de un caja de ébano, en los pomos de las puertas pulidos por los siglos de roces de manos enguantadas, en las lagrimas de cristal de la gran lámpara colgante que ocupaba casi toda la cúpula central del alto techo. Abajo, a ras de piso se percibía una concentración anormal de pastos, hierbas, tocones, musgos, brotes de caña brava y de bambú que irrumpían por todos lados entre las junturas del piso de parquet de menuiserie tan perfectamente pulido, barnizado y encerado que reflejaba en todos sus mínimos detalles la barroca lámpara de techo. Los altos ventanales del fondo eran una trabada masa vegetal compacta de hiedras, pasionarias y parras vírgenes que intentaban con un tropismo anómalo penetrar en el amplio salón con la clara intención de ocupar los últimos vacíos que quedaban entre los maniquíes, los múltiples objetos coleccionados por un viajero y explorador de islas, archipiélagos y continentes, la lámpara colgante, los muebles y la voluptuosa flora interior que crecía desaforada en el tranquilo estudio del Conde. Casi se podía ver la combadura de los vidrios que soportaban estoicos la presión de aquella masa vegetal pugnando por romperlos e invadir al aposento. Del alfeizar de las ventanas que daban al poniente surgía una cascada de bolitas verdes nilo de los senesios rosario que se propagaban después arrinconados por el piso siguiendo y echando sus raíces en la madera de los junquillos de los guardapolvos. Los hongos levantaban los cuadros y los espejos de las paredes creciendo escondidos en esas penumbras verticales, sus esporas fluían lentamente como un humo gris pardo y se depositaban en todos los intersticios posibles, y también en los imposibles pues ya asomaban bordes de sus píleos de las cajas de música, de los joyeros de plata, de los cofrecitos de caoba donde el Conde guardaba el rapé, el tabaco de pipa y los caramelos de licor, del antiquísimo reloj de pared con la esfera cóncava por el empuje del cultivo de setas que crecía entre los numerosos engranajes de su vientre mecanizado. De las dos armaduras ubicadas detrás del rústico escritorio brotaban delgados tallos y zarcillos de secretas enredaderas que buscando la luz asomaban de los yelmos como hirsutas barbas o cómicos peinados. Los muebles de preciadas maderas, nogal, ébano, caoba, olivo y sándalo habían resucitado de sus muertes de aserradero estimulados por la pulsión soterrada de la orgía clorofílica que los rodeaba y de ellos salían ramas verdeantes a punto de florecer y raíces aéreas buscando la tierra y la humedad incrustándose con la vehemencia de sus árboles originarios. En las versallescas vitrinas la fina cristalería de Bohemia permanecía quieta pero expectante a la espera que los quintrales, los cabellos del diablo y las malamadres en sus prodigiosos crecimientos desatados terminaran por quebrar los vidrios biselados que la protegía y penetraran en esos espacios de delicadas transparencias y destellos de brillantes enclaustrados de la luz refractada en las copas, los vasos, los pocillos, los jarrones, los azucareros de cristal tallado que resplandecían aun incólumes a la crispación de carnaval de gentes, objetos y vegetaciones que todavía no invadía los paralelepípedos de vidrio y madera que los contenía. El aire estaba perfumado de esencia de lavanda que provenía del florecido matorral de espliego que asomaba en esplendoroso azul-violáceo por debajo del piano. En medio del tumulto de anónimos seres inmóviles, de la verde conflagración selvática, del vistoso desorden de mercado persa, el Conde, sentado frente a su tosco escritorio hecho con la madera de naufragios rescatada en la playa cercana cuyo oleaje apenas se escuchaba atenuado por la caterva de vegetales que bloqueaba hasta los mas mínimos resquicios en los bordes de las ventanas y de la única puerta, escribía ensimismado sus pudorosas memorias de gentilhombre con la cínica parsimonia del que todo lo ha visto. Vale.


No hay comentarios:

Publicar un comentario