domingo, 27 de noviembre de 2011

ANTIGÜEDADES

Es en los mármoles y las porcelanas, en sus brillos dormidos y sus letargos inmóviles sobre los plintos o en el aire estanco de las vitrinas donde se condensan con crueldad las virutas de los tiempos pasados. Van tomando esa dejadez que asume lo decadente cuando en su última fase el azufre del olvido ya comienza a difuminar las formas, los relieves, y la patina del abolengo se cuartea en una cuadricula de minúsculas miserias y pequeños desconches. El hierro en eso es más humilde, sus vanidades están limitadas a la primera flor rojo azumagado que brota en alguna oquedad creada por el artista o en un poro abierto en la fundición, de ahí en más sus herrumbres los descuajan en un avance continuo, devastador, tornando en ocres y rojizos limoníticos la sedosa superficie gris grafito de un cuenco medieval o de un brioso caballo encabritado. Pero hay ciertas pátinas estables de color verdoso en los cobres antiguos que le dan una distinción inequívoca, similar a la mustia elegancia del verde pálido de los bronces viejos, como si pertenecieran a un linaje de objetos inmortales. Las maderas que sobreviven a los xilófagos poseen en sus contrachapados y taraceados, en sus teñidos y barnices, en sus veteados con las lejanas tonalidades del tronco original, la continuidad de los años de uso cotidiano marcada en los bordes romos, en el lustre apagado de los herrajes y en esa intima pulcritud de mueble atemporal. La cristalería, delicadas sílices imperecederas, guarda en sus transparencias y en sus brillantes colores metálicos el secreto de una frágil perpetuidad, sujeta siempre a la brusca torpeza, a la violenta rabieta o al súbito azar sísmico. Todas las cosas envejecen con sus propios ritmos y quebrantos, algunas se difuminan de la burda realidad sin llamar la atención ni molestar en sus estropicios, otras persisten en un por aquí y por allá, deambulando por cariño dubitativo hasta encontrar su tumba definitiva en el oscuro silencio de un cuarto de tratos inservibles, como macetero de hierba menta, o participando apáticas como un gato anciano en un alegre juego de niños. Y las hay que permanecen estoicas detrás de un cristal por generaciones, abusando de una antigüedad real o supuesta, esperando por meses que alguien las observe aunque sea por un instante con amor de anticuario y justifique su insoportable perdurabilidad. En los parques y las plazas se diría que sus altos pedestales salvan a las estatuas de las corrosiones del descampado, nadie alcanza a percibir las trizaduras o la corrosión, solo se perciben las albas nevazones de las palomas que las van carcomiendo allá en las alturas con la lenta voracidad de un musgo enmascarado. Es que el tiempo es veleidoso con los objetos que no participan de sus rutinas transitorias y que no respetan su draconiano ciclo mortal.

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