Rodaba ya el primer cuadrante de la medianoche y José Cemí tarareaba y quería pasar más dentro del silencio. La noche caía incesante como si se hubiera apeado de un normando caballo de granja. Cemí se sentía apoyado por el traqueteo de los ómnibus, los dialogantes esquinados, disciplinantes y procesionales del Gran Uno. La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche. La noche agarraba por los brazos, sostenía en su caída al reloj de pared, dividía el cuerpo de la harina con su péndulo de obsidiana. Cemí sentía la claridad lunar delante que oscilaba como la silueta del pájaro Pong, desde el mar hasta la caparazón de la tortuga negra. La blancura descendía hasta ese caparazón y se hacían visibles para la lectura sus veinticuatro cuadrados emblemáticos.
No, no era la noche paridora de astros. Era la noche subterránea, la que exhala el betún de las entrañas trasudadas de Gea. Su imago reconstruía un cangrejo rojo y crema saliendo por un agujero humeante. ¿Se había despedido de Fronesis? ¿Se volvería a encontrar en el puente Rialto en el absorto producido por la misma canción? ¿Cerca estaría Foción en acecho? Esas preguntas pesaban como un tegumento de humo y hollín en cada una de sus pisadas. Sentía dos noches. Una, la que sus ojos miraban avanzando a su lado. Otra, la que trazaba cordeles y laberintos entre sus piernas. La primera noche seguía los dictados lunares, sus ojos eran también astros errantes. La otra noche se teñía con el humillo de la tierra, sus piernas gravitaban hacia las entrañas terrenales. Bajaba los párpados, le parecía ver sus ojos errantes describiendo órbitas elípticas en torno al humillo evaporado o el animal carbunclo.
Una era la noche estelar que descendía con el rocío. La otra era la noche subterránea, que ascendía como un árbol, que sostenía el misterio de la entrada en la ciudad, que aglomeraba sus tropas en el centro del puente para derrumbarlo. Cosa rara, el claroscuro buscaba más el color rojo cremoso del cangrejo que el dibujo de BUS muelas tiznadas de negro. Se sonrió con cierto temor incipiente, ver como en dos carteles lumínicos, muy cerca uno de otro, muela de cangrejo y carie dental. Condescender con esa ligera broma, le permitió apresurar el paso, como si le prestasen una capa para hacerse indistinto en la noche. Así la noche no tendría que perseguirlo ni él se vería obligado a arengarla, dando manotazos en la neblina, cortando los párrafos como si rompiese el encaje de la araña. Sentía, separando los cañaverales de la Orplid, la curvatura del pescuezo de un caballo de bronce, por donde ascendían los termitas profesionales. El caballo, de granito rojo o gris nocturno, pasaba por debajo del arco de triunfo y contemplaba durante mucho tiempo las carteleras con el único teatro en esos confines de las playas no descubiertas. Noche de los idumeos, escudo de granadillo de la caballería hitita, flanco derecho en la batalla de Cannas. La arcilla mezclada con el polvo de carbón, hacía espesar las sombras hasta dar manotazos. Forzó la mirada para no ver el caballito de bronce en el centro de la isleta, el rabo era de color escarlata y toda la crin del pescuezo estaba embadurnada de amarillo. En el claroscuro del fondo se veían pasar tachonazos verdes, amarillos, blancos. Era la noche verdosa, sombría, desde luego, pero muy cerca del árbol, a la entrada del puente que se hundía a cámara lenta.
El avance de Cemí dentro de la noche —eran ya las tres menos cuarto, pudo precisar tan indeciso como inquieto—, fue turbado cuando su absorto ingurgitó. Una casa de tres pisos, ocupando todo el ángulo de una esquina, lo tironeó con un hechizo sibilino. Toda la casa lucía iluminada y el halo lunar que la envolvía le hizo detener la marcha, pero sin precisar detalles; por el contrario, como si la casa evaporase y pudiese ver manchas de color que después se agrupaban esos agrupamientos le permitían ir adquiriendo el sentido de esas distribuciones espaciales. La casa en sus tres pisos repetía el mismo ordenamiento interior: una pequeña pieza seguida de un salón. En el salón se distribuían parejas y pequeños grupos que parecían hablar apretando los labios. No obstante, la convergencia de esas personas en la medianoche, no mostraban ese conocimiento que se tiene de la casa de todos los días, o la que se visita con reglada continuidad. Parecían extraños que por primera vez hubieran coincidido en esa unidad espacial, aunque entre los asistentes unos parecían familiares y otros más solemnes y estirados, revelaban un trato por el oficio, la vecinería o la coincidencia de la infancia en colegio, playa o excepcionales momentos de peligro o de placer.
Le sorprendía la totalidad de la iluminación de la casa. Chorreaba la luz en los tres pisos, produciendo el efecto de un ascendit que cortaba y subdividía la noche en tajadas salitreras. Era una gruta de sal, un monte de yagruma, una línea interminable de moteados de marfil, gaviota, dedales de plata y la sorprendente sutileza con que la lechuza introduce sus tallos de amarillo en la gran masa de blancura. Cuchicheaban, sumergían la conversación, reaparecían dándose un golpecillo en la nariz. Las pecheras sobresalían como un pavón con la cresta de ópalo. No era la blancura sorprendente de la cresta de diamantes, era la blancura espesa del ópalo. Opalescencia, palores, licustre, vida que desfallece a la orilla del mar. Pero hasta allí un abullonado crescendo de la luz, hinchado en bolsa de celentéreo, mordiendo implacablemente el verde en la línea horizontal de la iguana, inflando sus carrillos como en una aleluya de marina consagración. Sin sonar los zapatos, parecía que soplaran la puerta de espejo, como si fueran a comenzar a bailar, pues sus pasos al acercarse eran medidamente lentos y aterciopeladamente ceremoniosos. Pero no, se acercaban para preguntar un teléfono o un manantial de chocolate. Daban las gracias, se retiraban, apenas se oían sus sílabas.
Cemí adelantó la cabeza, después la echó hacia atrás, como quien quiere cristalizar la luz. Pero lo seguía acompañando con gran nitidez ese cuadrado de luz. La casa lucífuga, muy clavada en su esquina, con una luz que descendía, a medida que se iba endureciendo, tironeada por el cangrejo cremoso, hacia la hibernación subterránea. El topo clavado por el rabo, el conejo dominical, el gato moviendo sus bigotes como si fuera a unir dos palabras, esperaban al visitador sorprendido por el retroceso del balano y la aparición del casquete de cornalina. La luz aglomerada tiró también de Cemí, sentía que se iba sucediendo el tranquilo oleaje de las sílabas:
Ceñido el amanecer, los
blancos de Zurbarán, pompas
del rosicler. Los anillos
estarán con el pepino y el
nabo de las huestes de
Satán. Cualquier fin es el
pavo, tocado por la cabeza,
pero ya de nuevo empieza a
madurar por el rabo.
Cemí seguía su caminata en la medianoche y oyó de pronto cómo se levantaba una musiquilla. Era un tiovivo, una estrella giratoria y un whip. El tiovivo con pequeños caballos velazqueños, regalados de pechos y ancas, rojos, amarillos, negros. Detrás de los rifosos iban unas carrozas, hechas para tías con niños muy pequeños. Un provecto se veía que engrasaba los motores para entreabrir el domingo. Los carros de whip tenían una capota húmeda que cenia al coche para evitar el goteo de los grillos. Parecía que el látigo restallaba sobre la música temblona. El provecto acariciaba la capota del whip, para escurrir el agua que se deslizaba dentro del coche. Gamuzaba los caballos avivando sus monturas y sus ijares. Encendía la estrella y la iba revisando asiento por asiento, la confianza en su eje, su movilidad, el cierre de sus puertas. Comenzó a darle vueltas al manubrio y la música empezó a refractarse, a desprender como centellitas. Pasaban los globos de cristal entre los caballos y las carrozas. Pero ninguno de ellos se rompía contra un belfo o contra las ancas. Eran como grupos de abejas que seguían rumbos videntes, paseando entre los rifosos, describiendo gozosas el círculo de la estrella giratoria y estableciéndose sobre la capota, después de alejar el grillo goteando. El hombre muy viejo que cuidaba el pequeño parque infantil, parecía un limosnero anclado allí para pasar la noche. Pero quería justificar su trabajo, hacer algo, quería que por la mañana le regalaran unas cuantas pesetas. La musiquilla durante toda la noche aparecía como el compás de su trabajo sin tregua. Pero lo mismo podía hacer ese trabajo en la media noche, que esconder un feto en uno de los carros de la estrella, poner flores pestíferas en la boca de los caballitos velazqueños o soltar una tuerca del whip para que sus cervezados tripulantes descendieran al sombrío Orco. Se cimbreaba al caminar, con los movimientos de un gusano recorriendo cuadrados blancos y negros. Después de unos plumerazos, se dirigió a uno de los asientos de la estrella y pareció agazaparse más que adormecerse. Agazapado, remedaba el agua silenciosa que escurría el grillo en una gota que tenía el tamaño de su excremento.
Cemí siguió avanzando en la noche que se espesa, sintiendo que tenía que hacer cada vez más esfuerzo para penetrarla. Cada vez quedaba un paso le parecía que tenía que extraer los pies de una tembladera. La noche se hacía cada vez más resistente, como si desconfiase del gran bloque de luz y de la musiquilla del tiovivo. Le pareció ver un bosque, donde los árboles trepaban unos sobre otros, como el elefante apoyando las dos patas delanteras sobre una banqueta, y sobre el lomo del elefante perros y monos danzando, persiguiendo una pelota, o saltando sobre un ramaje, para caer de nuevo sobre el elefante. La transición de un parque infantil a un bosque era invisiblemente asimilado por Cemí, pues su estado de alucinación mantenía en pie todas las posibilidades de la imagen. No obstante sintió como un llamado, como si alguien hubiese comenzado a cantar, o un nadador que después de unir sus brazos en un triángulo isósceles se lanza a la piscina, más allá de la empalizada. Era un ruido inaudible, la parábola de una pistola de agua, una gaviota que se duerme mecida por el oleaje, algo que separa la noche del resto de una inmensa tela, o algo que prolonga la noche de una tela agujereada por donde asoman su cabeza de clavo unos carretes de ebonita. Era un pie de buey lo que pisaba a la noche.
Se sintió Cemí como obligado a mirar hacia atrás. El cuidador había emprendido una marcha frenética desde el asiento de la estrella giratoria, donde parecía adormecerse, hasta la cerca que rodeaba el parque infantil. Una oblicuidad lunar asumió la blancura y Cemí pudo percibir en aquel rostro una espinilla negra, a la que la prolongación de la blancura daba como el tamaño de una lengua que resbalara a lo largo de la nariz. Miraba el guardador a uno y otro lado como un osezno tibetano enredado en el fósforo de su propio círculo. La cara se le embadurnaba con el sudor y esa agua acaudalada le bajada por las orejas formando un volante arete napolitano. La cara trasudada y el carbón de la noche a su lado, le daba el aspecto del timonel de una máquina infernal. Temblonas sus rodillas golpeaban la madera del círculo del parque infantil y así esa línea divisoria comenzó también a temblar formando como un aquelarre, donde cada una de las clavadas estacas comenzó una danza grotesca dentro del redondel protegido por la oblicuidad lunar.
Aquel bosque que había entrevisto al final de su marcha, donde los monos y los perros saltaban sobre un elefante que se hundía y elevaba, se le fue acercando. La casa misma parecía un bosque en la sobrenaturaleza. Se veía el entrelazado ornamento de la verja que servía también de puerta. En su centro, un cuadrado de metal muy reluciente, donde estaba la cerradura. El tamaño de esta última revelaba que necesitaba una llave de excesivas dimensiones, como para abrir el portón de un castillo. Por el costado de la casa se veía un corredor aclarado por la blancura lunar. El final del corredor permitía penetrar en una extensa terraza, que estaba rodeada de un jardín descuidado, donde faltaban las podaderas y el ejercicio voluptuoso. ¿Se atrevería Cemí por aquel corredor, cuyo recorrido era desconocido y su final, en la terraza, ondulaba como la marea descargada por un espejo giratorio?
El corredor era todo de ladrillos y su techo una semicircunferencia igualmente de ladrillos rojos. A lo largo del corredor se veían en mosaicos de fondo blanco, lanzas, llaves, espadas y cálices del Santo Grial. La lanza penetraba en un costado del que ascendía un bastón, la llave franqueaba la entrada a un castillo hechizado, la espada de las decapitaciones en una plaza pública y los caballeros del rey Arturo se sentaban alrededor de la copa con sangre. Los emblemas de los mosaicos estaban tratados en rojo cinabrio, la lanza era transparente como el diamante, un gris acero formando la espada encajada en la tierra como un phalus, y cada trébol representaba una llave, como si se unieran la naturaleza y la sobrenaturaleza en algo hecho para penetrar, para saltar de una región a otra, para llegar al castillo e interrumpir la fiesta de los trovadores herméticos. Una guirnalda entrelazaba el Eros y el Tánatos, el sumergimiento en la vulva era la resurrección en el valle del esplendor. Después de atravesar el corredor, que era el costado de toda la extensión de la casa, Cemí salió a una terraza del mismo tamaño que el corredor. En uno de sus ángulos más distantes pudo percibir un dios Término, su graciosa cara era en extremo socarrona, al centro de la piedra se veía muy prolongado el bastón fálico. La carcajada que rezumaba el rostro de Término, era de la misma índole que la alegría que ordenaba su gajo estival. Al lado de la piedra del dios socarrón, se veía una mesa, que tapada por el dios ofrecía una oscuridad indescifrable. Se veía que allí pasaba algo, pero qué era lo que escondía ese pedazo de oscuridad, qué era ese escudo que tapaba el rostro en el momento en que iba a ser esclarecido por la oblicuidad lunar.
El hechizo de la casa estaba en los escalonamientos que ofrecía su entrada. Estaba construida sobre un mogote y la escalerilla para penetrarla se apoyaba sobre la tierra que tenía como dos metros de altura. Esa altura donde estaba la casa, le prestaba todo su encantamiento. En lo alto de sus columnas chorreaban calamares, los que se retorcían a cada interpretación marina para receptar los consejos lunares. El avance de cada columna estaba interrumpido por peanas con pinas de estalactitas y en cada una de las hojas de su corona, se extendían y bostezaban lagartos cuya inquietud describía círculos infernales con sus ojos, mientras su cuerpo prolongaba el éxtasis durante toda la estación. Entraban y salían de la piedra las agujas; las abejas, el lince y el perezoso jugaban sin romper el silencio nocturno en la copa de un árbol formado por la luz cristalizada. Una mezcla de pulpo y estalactita trepaba por aquellas columnas inundadas de reflejos plateados. La casa parecía sin moradores, o éstos estaban adormecidos como el lagarto durante el otoño. Mientras duraban sus sueños, iban uniéndose la gota de agua que forma la estalactita y la gota de la tinta del calamar, ablandando una piedra que repta y asciende en la medianoche. Cemí volvía ya por el corredor, cuando sintió como la obligación dictada por los espíritus de los hijos de la noche, de precisar qué era lo que pasaba en el ángulo ocupado por el dios Término, donde se veían dos bultos amasijados por el espesor de la nocturna.
Atravesó de nuevo el corredor, se paró frente a la terraza. Recorrió todo el cuadrado que parecía brotar una blancura como una pequeña hierba. Fue calmosamente a la esquina del dios, con los dos bultos que la oscuridad tornaba en una capa hinchada cubriendo un saco de plomo. Al lado del dios Término, vio dos espantapájaros disfrazados de bufones, jugando al ajedrez. Uno adelantaba la mano portando el alfil, la mano se prolongaba en la oblicuidad lunar. Recordó que en francés los alfiles son llamados fous, locos, y que están representados en trajes de bufones. El otro espantapájaros estaba en la actitud de esperar la oblicuidad que avanzaba, la locura que como una estrella errante iba a exhalar la noche, el salto que iba a dar el bufón en su danza grotesca. Estaba escrito con un carbón en la mesa, el verso de Mathurin Régnier: Les fous sont aux écheos, les plus proches des rois, los locos en el ajedrez son los más inmediatos a los reyes. Contemplados por Cemí, los dos bufones, rendidos al sueño, doblaron sus cuerpos y se abandonaron al éxtasis del lagarto, como si sobre sus cabezas hubiera caído la gota de agua que forman las estalactitas, unida a la gota de la tinta del calamar.
Cemí volvía ahora al cuadrado de donde había partido. La misma ofuscadora cantidad de luz y los mismos grupos de murmuradores. Un ritmo guiaba sus pasos:
Un collar tiene el cochino,
calvo se queda el faisán,
con los molinos del vino
los titanes se hundirán.
Navaja de la tonsura,
es el cero en la negrura
del relieve de la mar.
Naipes en la arenera,
fija la noche entera
la eternidad... y a fumar.
Fue ascendiendo por la escalera. Pudo ver unos salones vacíos y otros llenos de murmuradores minuciosos, que acercaban las palabras a los oídos como para que el silencio no fuera interrumpido. Al llegar al tercer piso, notó que de una de aquellas capillas brotaba una exacerbada proliferación lucífuga. Reinaba una luz de volatinero, semejante a la que en el circo acompaña al cuerpo que salta como un pájaro, sólo que aquí el parecido estaba en los más opuestos confines, pues la luz batía en torno a la más extremada inmovilidad. Al salir de la escalera, se inmovilizó momentáneamente, notó que de repente una persona se levantaba del coro de los conversadores y que después de mirarlo como para reconocerlo comenzaba a hacerle señas con la mano para que se acercara. Cemí penetró en la cámara de los conversadores silenciosos. Era la hermana de Oppiano Licario la que lo había llamado —yo sabía que usted vendría esta noche última. No pude llamarlo, desconocía la dirección de su casa, sin embargo, yo sabía que usted no faltaría esta noche —le dijo a Cemí, con un desesperado dolor sereno. Cemí comprendió de súbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tioviovo, la casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosaicos, la terraza con sus jugadores extendiendo la oblicuidad lunar, lo habían conducido a encontrarse de nuevo con Oppiano Licario. Recordó el relato de doña Augusta, su bisabuelo muerto, con uniforme de gala, intacto, que de pronto, como un remolino invisible, se deshacía en un polvo coloreado. La cera de la cara y las manos, con su urna de cristal, de Santa Flora, ofreciendo una muerte resistente, dura como la imagen del cuerpo evaporado. La cera repentinamente propicia al trineo del tacto, ofreciendo un infinito deslizamiento. De nuevo la voz de su padre, escondido detrás de una columna, y diciéndole con voz fingida: —cuando nosotros estábamos vivos, andábamos por un camino, y ahora que estamos muertos, andamos por este otro—. Cobró vivencia de la frase "andar por el otro camino". Ascendió la imagen de Oppiano Licario, pero ya solo en el ómnibus, con todos los demás asientos vacíos, sonando sus colecciones de medallas, mandando a detener al caballito de sus dracmas griegos, con sus pechos y sus ancas desproporcionados en relación con la cara y con las patas pequeñas que rotaban sobre un tambor. El inmenso tambor de la noche, un tambor silencioso, que fabricaba ausencias, huecos, retiramientos, desconchados por los que cabía un brazo de mar.
—Venga conmigo, vamos a verlo —dijo la hermana de Oppiano Licario. Trigueña pálida, con ojos azules que parecían una balanza que soportase un peso desconocido, tal vez un pez entrevisto entre el claroscuro de su plata y la noche posada en el árbol de coral. Su piel, extremadamente pulimentada, mostraba el contrapunto de sus poros, hecha invisible la entrada y salida de la aguja que había elaborado esa malla. Su piel era la defensa de su intelligere, su órgano de visión, penetración y rechazo. Desde el aire hasta la mano que ceñía su mano, daban una excusa o se justificaban en su piel. Su nombre era Ynaca Eco Licario, le decían sus familiares Ecohé, mostraba como su hermano una total confianza religiosa en sí misma y ese sí mismo estaba formado por dos líneas que se interceptaban en un punto. Y ese punto era el encuentro entre su azar y su destino. Su misterio estaba en que a veces su piel temblaba, sin saber quién dictaba ese temblor.
Se acercó a la lámina de cristal, el rostro de Oppiano mostraba ya una impasibilidad que no era la de su habitual sindéresis, la de su infinita respuesta. Como un espejo mágico captaba la radiación de las ideas, la columna de autodestrucción del conocimiento se levantaba con la esbeltez de la llama, se reflejaba en el espejo y dejaba su inscripción. Era la cola de Juno, el cielo estrellado que se reflejaba en el paréntesis de las constelaciones. Su cuerpo ya no paseaba por las azoteas, para fijar la errante lectura de los astros. Cerrados los párpados, en un silencio que se prolongaba como la marea, rendía la llave y el espejo.
La hermana de Licario deslizó en la mano de Cemí un papel doblado, al mismo tiempo que le decía: Creo que fue lo último que escribió. Apretó Cemí el papel como quien aprieta una esponja que va a chorrear sonidos reconocibles. Entre los familiares y amigos que rodeaban el féretro, pudo encontrar un lugar donde sentarse. Todas aquellas personas habían sentido esa inflamación de la naturaleza para alcanzar la figura, esa irrupción de una misteriosa equivalencia que siempre había despertado Oppiano Licario. Lo que gravitaba en la pequeña capilla era eso precisamente, la ausencia de respuesta. Cemí extendió el papel y pudo leer:
JOSÉ CEMÍ
No lo llamo, porque él viene,
como dos astros cruzados
en sus leyes encaramados
la órbita elíptica tiene.
Yo estuve, pero él estará,
cuando yo sea el puro conocimiento,
la piedra traída en el viento,
en el egipcio paño de lino me envolverá.
La razón y la memoria al azar
verán a la paloma alcanzar
la fe en la sobrenaturaleza.
La araña y la imagen por el cuerpo,
no puede ser, no estoy muerto.
Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza.
Cemí con los ojos muy abiertos atravesaba el inmenso desierto de la somnolencia. Veía a la llamita de las ánimas que se alzaba en los cuerpos semisumergidos de los purgados durante una temporada. Llamitas fluctuantes de las ánimas en pena. Luego, contemplaba unas fogatas que como árboles se levantaban en el acantilado. Lucha tenaz entre el fuego y las piedras. Después, eran llamaradas que querían tocar el embrión celeste y a su lado un tigre blanco que daba vueltas circulizadas en torno a las llamas, comenzando a escarbar en sus sombras oscilantes. Lamía sin descanso el tigre blanco en la médula de saúco; el espejo con una fuente en el centro, levantaba un remolino traslaticio, llevaba al tigre por los ángulos del espejo, lo abandonaba, ya muy mareado, con el rabo enroscado al cuello.
Iba saliendo de la duermevela que lo envolvía. La ceniza de su cigarro resbalaba por el azul de su corbata. Puso la corbata en su mano y sopló la ceniza. Se dirigió al elevador para encaminarse a la cafetería. Lo acompañaba la sensación fría de la madrugada al descender a las profundidades, al centro de la tierra donde se encontraría con Onesppiegel sonriente. Un negro, uniformado de blanco, iba recogiendo con su pala las colillas y el polvo rendido. Apoyó la pala en la pared y se sentó en la cafetería. Saboreaba su café con leche, con unas tostadas humeantes. Comenzó a golpear con la cucharilla en el vaso, agitando lentamente su contenido. Impulsado por el tintineo, Cemí corporizó de nuevo a Oppiano Licario. Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar.
En su voz:
http://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=839&p=JosA%A9_Lezama_Lima&t=Paradiso_fragmento&o=JosA%A9+Lezama+Lima
hay que leerlo con calma...gracias Hilda
ResponderEliminarMe cuesta, pero luego de leerlo dos veces la trama en envuelve y se deja absorber, me va ha terminar gustando J.Lezama Lima.
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