martes, 8 de noviembre de 2011

EL PEQUEÑO EMBAUCADOR

I'm lonely but no one can tell. The Great Pretender. The Platters, 1955.

Vio la noche saturada de estrellas reflejada en sus ojos de esfinge barroca, la mueca de desdén en sus labios pintados con el mismo rojo violento con que lo besó esa noche sin estrellas cuando él soñó el paraíso y ella intuyó el infierno. Por esos años él traficaba con versitos rutinarios y falsas monedas, acechaba princesas secretas y seducía no inocentes damas maduras que esperaban sus últimas vendimias. Su vida era un circo de exquisitas acróbatas y ávidas tragafuegos con un solo payaso hastiado de la fanfarria y de la elusión de las certezas. Histrión, pantomimo, saltimbanqui y titiritero, solía abundar en amores vanos, en emociones a destajo y en un abigeato pueblerino que le dejaba siempre un sabor a destiempo, a uvas prohibidas y a muerte anticipada. El inicio era de miradas furtivas, desde un lejos silencioso pero cercano. Después el asedio del verbo hecho poema, dulzón, intelectual y bien pensado, nada más ni nada menos. Lo que venía por añadidura era el mismo rito con otras máscaras y en otra fecha de carnaval. Entonces, consumada la consagración de la primavera llegaba entre la laxitud, la mirada perdida en un cielo encerrado y el humo del primer cigarrillo del después, el sabor a destiempo, a uvas prohibidas y a muerte anticipada. Había otros después, semanas, meses o años mediante, pero el rito ya había perdido la magia, el estremecimiento y el necesario desasosiego. Farsante, simulador, impostor, arcángel de un cielo de tercera, siempre fingiendo, actuando a teatro lleno ante una galería ilusionada de una sola espectadora, que hipnotizada buscaba y buscaba en sus sueños mas antiguos el nombre y el rostro del amante que se reencarnaba en ese dios ilusorio que la suerte, el azar, o sus oraciones le regalaban en este perplejo aquí y en este inesperado ahora. En ese tráfago de máscaras y disfraces un día olvidó que era lo verdadero y desde entonces simuló saberlo para no caer en su propio juego y extraviarse en los laberintos que él mismo había creado para mayor gloria de sus oscuros instintos de tímido pecador y ansioso pescador. Fingía el amor, la pasión, el decoro, la distancia y el afecto, no así las extravagancias y sutilezas del rito de consumación al que se entregaba sin límites ni disimulos intentado sin lograr sacarse la máscara del día y volver a ser él mismo para encontrar el camino al nirvana que buscaba sin encontrar jamás la puerta, ni siquiera una grieta por donde observar lo que había perdido. Por eso, cuando vio la noche saturada de estrellas reflejada en sus ojos de esfinge barroca y la mueca de desdén en sus labios pintados de rojo violento supo que otra vez se le negaba el inalcanzable paraíso y la besó tiernamente con la desesperación de los gladiadores que saben que pisan por última vez la ensangrentada arena. Vale.

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