miércoles, 17 de agosto de 2011

DESINENCIAS

Ese día, hacia la tarde, se escaparon los pavos reales y las aves del paraíso, y los lobos montaraces armaron un alboroto padre persiguiéndolos por los cañaverales que bordean el río y después por el manglar que da al mar de las sirenas y las medusas. Era un miércoles de ceniza porque todos andaban flotando como un geme sobre la arena y más de una cuarta en los pedregales, en un éxtasis prístino que los traía adormilados y confusos mientras los zarandeaba la brisa marina que venia del golfo con ese perfume a algas y a naufragios que provocaba nostalgias y pesadumbres en los mas debilitados por el hambre o por el amor. Cuando comenzó el atardecer las olas se encendieron con los mismos rubores del poniente, los roqueríos de las rompientes se fueron ennegreciendo hasta convertirse en imponentes siluetas de ballenas varadas y cachalotes heridos. La mañana había sido tierna, tranquila, con un solcito que entibiaba el jardín y los paltos aun mojados por la llovizna de la noche, hacía salir a los caracoles a chapotear entre las piedras y equivocaba a las lagartijas que vagaban inquietas por las paredes de ladrillo creyendo que ya era llegada la primavera. Al mediodía el mar se vino con un oleaje de desaforadas espumas que fue dejando una marca de alta marea con los restos carcomidos de antiguos barcos hundidos y desconocidos vestigios vegetales de cercanos archipiélagos y lejanos continentes. Los típicos nublados de la siesta se repartieron por el índigo del cielo en sus juegos de algodones, los jirones de lanas de la esquila de un rebaño siempre invisible y los asombros de su bestiario intranquilo. Cuando volvió la jauría de lobos jadeando cansados y hambrientos, las ramas deshojadas del ciruelo ya estaban copadas de palomas y tórtolas, y el anochecer se estaba adormeciendo con sus dulces zureos amorosos, el horizonte marino era cruzado de sur a norte y en intervalos aleatorios por las lineales formaciones de vuelo de las bandadas de pelícanos y alcatraces que iban a dormir a las guaneras de las islas Chincha. El concierto nocturno del croar de las ranas en las marismas ya iniciaba su primer movimiento, un andante poco mosso, mientras en una de sus orillas, donde el agua era baja y verdosa se consumaba el secreto nacimiento de una delicada libélula. La noche llegó sin estrellas, con una luna difusa estarcida en los cambiantes nubarrones de una tormenta frustrada. De madrugada, antes de que el sol iluminara los trigales, se escucharon los graznidos y chillidos de los pavos reales y el melodioso canto de las aves del paraíso que regresaban a sus nidos. Vale.



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