lunes, 22 de agosto de 2011

DESPARAISO

Los muros son negros, los pisos bicolores y los cielorrasos gris pizarra. Todo es a ratos transparente; a ratos oscuro, pero siempre teatral. Con sedas salvajes, oleos y lagrimas de cristal que cuelgan del cielo. Con irrealidades desconchadas e imaginarios agotados. Un amanecer vidrioso los trajo subrepticiamente, cercados por un rocío que más bien tiraba a escarcha. Al anochecer se habían desperdigado por entre las grietas del olvido y ya era demasiado tarde para quebrar sus prosaicas argumentaciones con trucos de circo o apologías ingratas. Anegaron los dorados trigales con las aguas impuras del Estigia. Perturbaron el tiempo haciendo largos días sin noches y viceversa. Mitificaron las batallas perdidas, pontificaron sobre derrotas, revocaciones y naufragios. Lo vernáculo fue borrado a fuego de las rocas sagradas. Levantaron efímeras efigies de dioses vacilantes, que cada lluvia desbarataba. Y hubo quebrantos azules, tribulaciones enrojecidas, aflicciones violetas, desolaciones transparentes. La tierra se volvió arena blanca y después arcilla roja. Una ceniza fúnebre, lunar, cubrió los senderos y las huellas. Todo tenía una consistencia de sueño, de alucinación, de letargo. Surgieron mutaciones perversas, flores venenosas, salamandras carnívoras, verdes pastos afilados. Unas sigilosas aves negras anidaron en las ruinas del templo. Los vientos convergieron descuajando el árbol del fruto del conocimiento. Un tenebroso sarro ocre incrustado en la infranqueable cerradura impidió que se abrieran las puertas del paraíso, ni con las llaves del Gran Embaucador ni aun con las siniestras ganzúas de los ancianos hoplitas vencidos. Inferencias y armonías matemáticas demostraron la imposibilidad del retorno. La certidumbre ahogó los gritos de los templarios, monjes y guerreros, de los samuráis y de los shogunes. Los desiertos abarcaron territorios baldíos, petrificando abedules y araucarias, fosilizando las huellas de los últimos saurios, desolando los parajes invernales de la raza maldita de los tristes homínidos extinguidos. Los vientos de incontables y épicas borrascas cubrieron con dunas y detritos los nombres grabados en las piedras, los geoglifos de un cóndor y una iguana, la vertiente de donde manaba la sangre del sacrificio, y el túmulo que marcaba en lugar donde el espacio y el tiempo convergían. Ahora ya es tarde, otra vez, para majestuosos monumentos funerarios o solemnes estatuas de héroes secretos. Lo que ayer fue lujo y espléndida riqueza, hoy es campo feraz de crímenes, venganzas y conspiraciones. El universo es un miserable berenjenal de quarks, leptones y bosones. Todo parece negro, bicolor o gris pizarra. Todo tiende a ser transparente u oscuro, eternamente escénico. Todo posee una condición de pecado, de perversión, de humillantes concesiones o de pequeñas e infames rendiciones. Ha comenzado a crecer un fino y mullido musgo verde esmeralda sobre los sepulcros blanqueados.



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