Eran los ojos entumecidos de una reina de baraja, sus manos anilladas con diamantes de bisutería y la testa imperial coronada con una tiara de perlas de Mallorca. Allí, bajo las bóvedas y las cúpulas nervadas del castillo morisco, sobre las losas entramadas de trabes cruzadas formando una retícula, dejando huecos intermedios ocupados por bloques de ónice y obsidiana, contra un bosque deshojado de columnas enyesadas con filigranas de selvas con papagayos y vides sin vendimia y hiedras sin muros. El rostro iluminado por los fulgores púrpuras de los cortinajes y los destellos de un sol de bronce en un espejo inmenso donde había otra reina como ella pero con el lunar inverso en el otro lado de su boca de cereza y las mejillas de nácar y el pelo tan negro que si se miraba de cerca se alcanzaban a ver las estrellas de la noche sin luna. Sus pies calzados en raso pisaban el sayal de su modestia y en la mano derecha enguantada en delicado cuero de cabritilla color marfil elevaba una copa de cristal tallado donde el Vizconde había escanciado el veneno verde esmeralda para que el sueño viniera teñido en esperanza. Aunque el salón era amplio y muy alto, recargado de caobas y mármoles, bronces y madreperlas, no lograba aplacar su altiva silueta de cinco veces duquesa, dieciocho veces marquesa, veinte condesa, vizcondesa, condesa-duquesa y condestablesa, y catorce veces Grande de España. Naderías y abalorios al lado de su belleza de purgatorio eterno o infierno solemne, que hacia envejecer las rosas en los jarrones y dejar caer sus pétalos en los jardines. Desde un extremo de la gran sala el Vizconde la observaba con la primitiva jactancia del macho dueño sin saber que el joven amante también la miraba desde su rincón de tercer edecán pero sin jactancia porque se sabía y sentía dueño absoluto de esa piel de virgen pecadora y esa alucinante hermosura de meretriz insobornable. De pronto la voz del Vicomte resonó con las épicas resonancias de quien ha comandado muchos hombres hacia la muerte en innumerables batallas e inició un bring dich laudatorio en celebración de su cumpleaños. Cuando el Excelentísimo terminó el amoroso discurso en su honor, ella alzó la copa recorriendo con su mirada de vestal inalcanzable toda la noble concurrencia buscando sin encontrar a su último enamorado y bebió lentamente hasta ver a Cristo la glauca serpiente que la esperaba en el cáliz de su malasuerte. Toda en rojo furioso cayó la reina desvanecida sobre su sayal armiñado tirado en el piso, boqueó tres veces y sin cerrar sus hermosos ojos infieles, murió.
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